LA FUERZA MORAL PARA RECONOCER UNA PRESENCIA

De Luigi Giussani

Quisiera hacer un rápido elenco de las consecuencias más visibles y constatables que tiene la carencia total de educación en la fuerza moral que hace falta para reconocer una presencia, la presencia grande, la presencia del destino de todas las cosas, que se ha hecho Uno entre nosotros. Sin reconocer esta Presencia no se reconoce verdaderamente la presencia de nada. Nada ya es serio; todo tiende a convertirse en un puro pretexto para la propia imaginación e instintividad, para la pura reacción del pensamiento u opinión y la pura instintividad en la acción. Todo se convierte en puro motivo de opinión y de satisfacción del instinto, es decir, todo se vuelve efímero. Quisiera enumerar cinco consecuencias para contribuir a describir la postura a la que ustedes son todos proclives, a la que están inclinados, siendo hijos de vuestro tiempo. Son las consecuencias del hecho de no abrirle de par en par el camino a Él.

1. La falta total de una educación en la responsabilidad.

Responsabilidad significa «respuesta», responder. Para responder hace falta que haya una presencia que nos provoque, que nos llame. Sin embargo, hoy no se responde ya a nadie, ni a nada. Esto puede suceder actualmente, la mayor parte de las veces es así, hasta en el trabajo en sentido material: si antes hacía falta una semana para hacer algo, ahora hace falta un mes y donde hacía falta una persona ahora hacen falta diez a pesar de la mecanización.
Pero la cuestión es más general. ¿A quién han respondido al levantarse esta mañana? A nadie. Cuando el pobre don Gnocchi, al volver de Rusia, contaba a algunos amigos en el Instituto Gonzaga su atroz experiencia, les dijo que una tarde se le ocurrió una idea que se convertiría después en la obra de los mutilados. Y se le ocurrió al entrar en un pequeño hospital donde recogían a los niños que habían sido destrozados por las granadas. Había uno, el mayor de todos, al que ya habían intervenido siete u ocho veces. Su rostro expresaba un gran dolor y don Gnocchi, inclinándose sobre el camastro, no sabía qué decir; en un determinado momento se le ocurrió preguntarle: «Cuando te hacen daño, tú, ¿en qué piensas?». Y casi olvidándose de su dolor ante la extraña pregunta, el niño le respondió: «En nadie». Nosotros nos levantamos así por la mañana. No respondemos a nadie, a nadie. Ahora ya no se reza por la mañana, o bien se rezan laudes, que al tratarse de una fórmula comunitaria, puede no constituir un gesto personal.
No se responde, pues, de nada a nadie. He encontrado un poema de Pasolini que me ha recordado esto. Y miren, que no responder a nadie es la fórmula de la soledad. Porque produce una satisfacción falsa, superficial, la satisfacción de la instintividad, de la reacción inmediata. Uno se viste, tiene frío, se calienta, se lava, come: esto satisface el cutis, la piel, pero la soledad atrapa cada vez más el corazón y el mal olor de la soledad se llama aburrimiento. Es el aburrimiento de tener que salir de casa con total ausencia de inteligencia y de corazón en la mirada que tenemos sobre la jornada, salvo naturalmente los días excepcionales y efímeros. He aquí el poema:
«Siento cómo soy, recuerdo cómo fui, visto desde Su mirada imprevista [del destino]. También al hombre más ingenuo, en su pecho herido, la sangre se le enturbia, incluso al hombre más afable se le enturbia el dolor en sus asombrados ojos. Cuanto más tierno fue un tiempo, más duele el corazón, y conoce los cielos, las indiferencias, los disgustos mudos y desalentadores de quien rechaza ya seguir vibrando, y bajo esos cielos, la disipada violencia de sus afectos verdaderos.». La violencia disipada de los afectos verdaderos: el impulso original que nos constituye, el hambre y la sed del destino. Sin destino todo se vacía, se corrompe, se rechaza, todo se rechaza a sí mismo, se ennegrece, se endurece, y nada vive. Sin la Presencia no hay ya presencias verdaderas, reales, serias; todo se convierte en simple motivo para opinar, para satisfacer la instintividad, todo se vuelve efímero. Falta una educación en la responsabilidad, porque no se responde ya a nadie de lo que se hace. De tu relación con tu polola, ¿a quién respondes? Y de tu tiempo, ¿a quién respondes? ¿Y de tu estudio?

2. Una segunda consecuencia que se ve en el comportamiento del joven de hoy, y también del que no es tan joven, es la ausencia de pensamiento. Pensar es tener una conciencia vibrante y dinámica de la realidad, porque el pensamiento es conciencia de lo real. El pensamiento es conciencia de que hay una presencia a todos los niveles, hasta llegar a la presencia original, constitutiva de todo: la gran presencia que los filósofos llaman el Ser, pero a la que nosotros damos su nombre propio: Dios. El pensamiento es conciencia de una presencia; si no, es extravagancia o fantasía, y tanto más pensamiento es cuanto más consciente de la totalidad de la presencia. El hombre piensa, porque busca la conexión que tiene todo, mientras que el niño no lo hace. Si el pensamiento es conciencia de la presencia de todo, si no se tiene el coraje moral de vivir, de reconocer esa presencia, el pensamiento desaparece, se vacía. La gente es ya incapaz de usar la lógica más elemental. Pero es más evidente todavía su incapacidad de pensar, y ésta es la gran dificultad de hoy, porque las palabras que usamos han perdido su significado.
Para mí, las palabras, por la educación que he recibido, son como hierro entre las manos, son tan densas como el hierro, y el amor a su historia o etimología expresa esta percepción de su densidad y la exalta. Mientras que, normalmente, las palabras pierden su significado, quedan desprovistas de capacidad para juntarse y componer un discurso por falta de lógica. Esta falta de capacidad de pensar hace que vivamos ausentes de todo, porque es ese pensar lo que conecta, une, penetra y abre una perspectiva. Están ausentes de la vida. Las emociones y las conmociones son superficiales y breves, excepto cuando una ausencia alcanza el corazón y lo rompe en la desesperación.

3. Somos extras, todos extras. Como gente en medio del desierto… Sin un antes, sin una historia, sin padre ni madre, solos, como si la vida naciese informe, sin forma, y por eso estamos inquietos e inestables en cada instante.
La inestabilidad es lo más terrible, la característica más terrible de los jóvenes de hoy. La inestabilidad significa ausencia de conexiones, de vínculos: no hay pasado, no hay historia, no hay compañía. Miren qué bien lo expresa esta carta que he recibido de una chica: “Estoy borracha de risas y de palabras, de gestos inventados, construidos para no callar, para llenar con ruido este terrible silencio. Sensaciones nuevas y sin embargo cansadas como mis ojos, nuevos rostros enmascarados, nuevos días, pero el despertar es siempre igual. Desde hace tiempo he dejado todo al azar, a unos pocos momentos. ¡Desde cuándo no saboreo la dulzura, la belleza, la fidelidad, la inconsciencia, el deseo y la incoherencia de un para siempre ¡Desde cuándo no extiendo mis manos vacías, no pido! Cualquier soplo de viento me lleva lejos de tomar decisiones que duren más de un instante [“Vuestro amor es como nube pasajera de la mañana” decía Isaías]. Cuánta impaciencia y cuánta prisa en este vivir, en este dejar pasar el tiempo sin aferrar ni siquiera un momento y detenerlo para hacerse la ilusión de que ha sido llenado. Queda la ceniza de los días pasados y no tengo coraje para nada [hace falta coraje moral para reconocer la presencia]. No sé amar, no tendré nunca valor para traer un hijo al mundo, para arriesgar la vida por algo, sin embargo uno decide convierte en así de cobarde. Quisiera huir mil veces al día. No sé adónde mirar sin que se me llenen de lágrimas los ojos, lágrimas de vacío. Como cuando el viento golpea en los ojos y los hace llorar. Fuera de la realidad, en el absurdo, para escapar del dolor, del silencio, de la muerte y, en los pequeños gestos y en las palabras inútiles, vivir la amargura del sin sentido, la inconsciencia de mis instintos, y esconderme detrás de una máscara penosa y ridícula para no oír que Él me llama, para no oírle gritar fuerte mi nombre. ¿Hasta cuándo este vagabundeo sin descanso? Estoy perdida como un animal rastrero, perseguida por rostros, por voces, por verdades que piden luchar contra los molinos de viento de esta sociedad».

4. Un cuarto rasgo de la figura del joven de hoy, del hombre que se está creando hoy: hacer el bien como reflejo de los sentimientos propios, es decir, como fruto de una pura instintividad, no de un juicio, ni del descubrimiento del vínculo con la totalidad, no como descubrimiento de un bien. Se hace el bien como reflejo del propio sentimiento: es el sentimentalismo de hoy. De ese modo, el bien que se hace queda a merced de nuestros sentimientos, y si éstos cambian mañana, desaparece por entero, incluido el amor al marido o a la mujer. Por eso andamos perdidos, porque el bien que se hace como reflejo de nuestros sentimientos no está enraizado en nada, no tiene perspectiva ni futuro. Esto significa que es como un juego, pues entre éste y la seriedad la diferencia está en que el juego no tiene futuro. Se busca un bien que no es objeto de la inteligencia o de la razón y, por tanto, del corazón, sino que coincide con la propia instintividad. Esto es sentimentalismo. El niño ¿cómo actúa? De forma reactiva, porque es un niño. El sentimentalismo, como criterio y ley del comportamiento personal, conlleva un juicio sobre el hombre, un juicio que condena al hombre al infantilismo; es el triunfo del infantilismo. El sentimentalismo se reconoce porque en vez de concebir la acción (es decir, la relación con una presencia, pues la acción es siempre relación con una presencia) en función de un todo, en vez de sorprender asombrados la propia acción en función de algo, como parte de un todo, ordenada a un todo, como servicio a un todo, como participación en un todo, en vez de ver la propia acción en función de una totalidad y, por tanto, como algo constructivo, edificante; se ve la totalidad como una acumulación de cosas y ocasiones, como un montón de cosas y ocasiones, como un gran montón que está en función de lo que le parece o apetece a uno, es decir, en función del instante o del proyecto propios. Pero, cuando un proyecto es mi propio proyecto, se convierte en una mota en medio del universo, no es nada. En cambio, cuando mi proyecto es una forma de concebirme en función de la totalidad, al servicio y en el amor a ella, entonces la respuesta al destino es mi respuesta y se llama de manera más profunda, vocación. Porque es el destino el que me llama, como decían tanto Pasolini como esa chica: “Para no oírle gritar fuerte mi nombre”.

5. Última característica. La describo con la frase de un fisiólogo y psicólogo francés: La falsa personalidad se reduce a la hipertrofia del instinto de defensa. La falsa personalidad se reduce a la hipertrofia, es decir, al crecimiento desmesurado del instinto de defensa. La personalidad verdadera, en cambio, se basa en el instinto de simpatía. Porque si el criterio de la acción es lo que me da la gana, es decir, si no tengo o no pongo en juego la energía moral para reconocer el destino, en el que todo consiste y en función del cual todo existe, si la realidad es un gran montón de cosas que trato furtiva y violentamente de usar en función de mi proyecto propio, entonces estoy a la defensiva contra todo lo que pueda amenazar a ese proyecto mío, o que pueda no coincidir con mi opinión o mi placer y capricho. De esta forma me pongo a la defensiva frente a todo. Y cuando una persona o una situación favorecen mi opinión y mi placer, las uso inmediatamente como instrumento, pues mi relación con ellos no consiste en esa mirada abierta, llena de admiración, de atención y de propuesta que se establece cuando digo “tú” a alguien lleno de respeto, de expectativa y de amor. El otro se convierte en instrumento de mi opinión porque puede servir para apoyarla o porque puedo usarlo para mi capricho o interés. Por esto, la ausencia del destino, el no reconocer la presencia grande que hay en la vida, me convierte totalmente en un personaje a la defensiva, con una personalidad vacía, una personalidad miserable, empobrecida, que cuenta solamente con la fuerza de su pura instintividad, incapaz de gobernarse y dominarse, incapaz de esperar, de amar un futuro que se construya en el presente -que no exista sólo en la imaginación-, un futuro que sea ideal y no sueño.
Por el contrario, si estoy abierto de par en par al Ser —a ese Misterio que vibra dentro de estos objetos y estos rostros, sobre el horizonte último de estos rostros, de estos objetos y del mundo entero, y al que no veo porque está más allá, asomado al horizonte que les abraza a todos, pero más allá de él—, también estaré plenamente abierto a todas las cosas que se presentan ante mis ojos una tras otra; permaneceré bien abierto a todo lo que pasa por delante de mí.
Todo esto es una actitud. Y la actitud frente a tu madre, a tu polola a un libro, a una flor del campo, a las estrellas o a las noticias del periódico está en última instancia determinada por la postura que se tiene frente al Destino. Nuestra actitud frente a la mujer, al marido, al trabajo, a la sociedad o al cosmos no es otra cosa que un corolario, una consecuencia de la actitud que tenemos frente al Destino. Si no tenemos la valentía de reconocer esa Presencia, no tendremos tampoco la energía moral para reconocer con seriedad a nuestra madre ni al resto de las cosas.
La verdadera personalidad se basa en el instinto de simpatía. Y es precisamente esta apertura a la Presencia, desconocida y sin embargo incumbente y evidente, última, que da origen a todo, la que me produce una apertura dinámica, es decir simpatía, apertura a todo. “Todo es vuestro”, decía san Pablo a los primeros cristianos; “todo es vuestro y ustedes de Cristo”.
Una canción que ustedes cantan con frecuencia, se dice: “Yo digo siempre: no quiero entender, pero es como un vicio sutil, y cuanto más pienso, más me encuentro con este vacío inmenso y tengo como único remedio dormir. Y cada día vuelvo a despertarme y permanezco incrédulo, no quisiera levantarme, pero vivo todavía y están ahí esperándome mis preguntas, mi nada, mi mal”. Si Guccini es famoso lo es por algo: porque es una confirmación impresionante, en negativo, de lo qué es un hombre con sus preguntas inevitables. Es un aliento original lo que nos constituye, es Otro quien nos ha hecho así, y por eso somos todos así. También Field dice: “Deseo, te he arrastrado por las calles, te he desolado en los campos, te he emborrachado en las ciudades, te he emborrachado sin quitarte la sed, te he bañado en las noches de plenilunio, te he llevado a todas partes, te he acunado en las olas, he querido adormecerte en ellas; deseo, deseo ¿qué quieres entonces? ¿cuándo te cansarás?”.
Nunca. Porque nos constituye. Lean cuando puedan en el capítulo 38 de Isaías, versículos 9-20, el canto de Ezequías que viene a resumir el clamor de espera positiva que hay en el corazón humano.
¡Qué extraño, difícil y fatigoso es recuperar constantemente la consciencia de nosotros mismos, de la vida, de lo verdadero, caer y recaer en la cuenta de la verdad por la que subsiste y se mueve la vida! Pero hay que querer esta fatiga para poder retomar siempre contacto con las verdades que son luz. Para reconocer una presencia hace falta fuerza moral, voluntad. Pues, por una especie de masoquismo o manía autodestructiva, el hombre se resiste a la presencia, tanto que el modo normal con el que uno se acerca a lo que la vida le pone delante -personas y cosas— es un afán de posesión que instrumentaliza, lo que es precisamente la abolición de la presencia.
Hace falta fuerza moral para superar esta resistencia extraña, excéntrica, loca y autodestructiva que existe en el hombre. Y además hace falta energía moral porque todo lo que nos rodea odia furiosamente la presencia.