El Ladrón

De Mariángel Martínez • Publicado el 02-12-2013

Ya no hay forma de escapar. Estaba detrás de lo que parecía una caja de cartón con los recuerdos familiares, que nunca se terminaron de desempacar, cuando nos mudamos hace tres años a esta casa. No hace más unas horas que despedí a mis papás, debían viajar  fuera del país por cinco días y me dejaron sola en casa. A mis 17 años ya nada podía pasarme… sabía cuidarme sola, pero no contaba con los llamados “robos dateados”, aquellos en donde el ladrón conoce perfectamente a quién, cómo, cuándo y dónde ha de robar.
Un joven de unos veintitrés años entró por la puerta trasera, lo vi por el espejo que había en frente y subí lo más callada que pude al ático. Creo que alcanzó a oírme, o a verme porque me está buscando. Oigo sus pasos en el segundo piso… aun no ve la puerta de la escalera que conduce a mi lado… Tengo miedo. Miedo a lo que me pueda pasar.
Suelen existir situaciones en las cuales uno no prevé todos los casos posibles de problemas o tragedias que pueden suceder. Nunca se puede tener todas posibilidades controladas, porque los acontecimientos no los manejamos nosotros. Y esta ocasión es precisamente una de ellas: jamás se me pasó por la cabeza que terminaría en el ático.
Se acerca a la puerta. Intenta abrirla. Le puse pestillo pero dudo que sea suficiente para detenerlo. No quiero que entre. Es muy probable que hoy, de este robo, se lleve algo más que sólo las joyas que podría encontrar. Sé que después de esto, nada será igual.
Abrió la puerta. Mi corazón está a mil por horas, como si se preparara… listo para recibir el impacto de algo que no esperaba, que jamás pensó. Lo escucho correr cajas y cosas que hemos olvidado. Nunca terminamos de desempacar todo, siempre que lo hacíamos mi mamá anunciaba un nuevo cambio de casa. Ya me descubrió, debe ser por mi respiración, dejó de mover las cosas que le estorbaban cuando se abría paso hacia mí. Lo siento, de pie, observando la caja que me tapa, esperando a que yo salga rendida. Sabe que no lo haré. Sabe que no saldré, que tendrá que ir por mí hasta mi escondite. Se acerca, despacio, disfrutando desde ya el momento de mi encuentro. Mira detrás de la caja.

Abrí los ojos… no estaba ya en el ático, estaba en el living. El sillón se sentía más blando de lo  habitual. O, tal vez, era yo quien estaba más ligera. Había ruido en la pieza de arriba, estaban moviendo las cosas. El resto de la casa estaba ordenada. Todo, por primera vez, en semanas, estaba en su lugar.
Me incorporé en el sillón y en ese momento sentí los pasos en la escalera. Me di vuelta asustada, lista para arrancar si era necesario. El mismo joven, de quien me escondí, bajó por las escaleras, y al verlo se me olvidó todo lo demás. Era un rostro extrañamente familiar. Todo mi cuerpo me decía que corriera, pero algo me lo impedía. Sentía la imperiosa necesidad de hablarle, conocerlo…
-¿Por qué no corres? – me dijo con su voz profunda de pie en el último escalón.
-Yo… no lo sé…  ¿qué me hiciste?
-Entré a tu casa… te busqué, y te llevé hasta ahí- dijo señalando el sillón de la sala- donde despertaste…
Mi mente, mientras tanto, pasaba por cada rostro que conocía pero la pregunta no se me iba por nada del mundo. ¿Quién es? ¿Qué quiere?... ¿Qué se llevará? ¿Encontró las joyas?
Me miró como si leyera mi mente y torpemente susurré temblorosa aún
- ¿Qué quieres? Toma… son mis aros, te darán buen dinero por ellos.
-No, no me llevaré nada. Ya hice todo lo que tenía que hacer aquí- dijo. Y se dirigió a la puerta principal. – Gracias por todo.
-¿Qué? ¿!¿!De qué hablas!?!?
Sonrió. Cerró la puerta detrás de él, dejando todo en silencio.
Corrí al segundo piso, revisé habitación por habitación. Los cajones estaban en orden, la cama de mis padres, estirada, las fotos en sus marcos. Todo, todo igual o mejor que como estaba.
Dejé para el final, mi pieza y no, no había nada distinto, incluso mis posters en su lugar… mi cadena de oro, que me habían regalado mis tíos para mi cumpleaños número 16, estaba en la misma posición en el velador.
Tomé el teléfono para llamar a alguien que me sacara el susto… alguien que me dijera que no había pasado nada. Pero me di cuenta de que ya no estaba asustada. Quería llamar a la policía, avisar del suceso. Pero apenas marqué el número… me arrepentí. Su sonrisa me había quitado el temor. Me sentía extraña. Él era extraño. Fue extraño…
Corrí escaleras abajo, quizás lo encontraba en la esquina. Tenía que hablarle, preguntarle qué había hecho conmigo. Sus palabras me habían dejado incómoda ¿A qué se refería con “ya hice todo lo que tenía que hacer aquí”?
Abrí la puerta del ante jardín y en la calle ya no había nadie. Busqué con la mirada a ambos lados de la gran avenida, y nada. Al cerrar la puerta cayó un papel. No supe de donde vino, pero estaba segura de que era de él. Lo leí.
“¿Pensaste que me iba? Me extraña tu torpeza. Sí, te conozco. Me has visto unas cuantas veces. Yo. Siempre ahí, oculto, detrás de todo. Como tú, cuando te encontré, de la misma forma que me acordaba de ti cuando te conocí, escondida detrás de una caja, acurrucada, como una niña pequeña… con temor a quién se te acercara, de la misma forma que te encontré hoy…“

No fue sino hasta después de haber leído el mensaje que recordé su rostro completamente, con cada detalle de él; y comprendí las palabras escritas.
Lo conocía. Él me había encontrado hace muchos años, cuando yo era muy pequeña, más de tres años no tenía, quizás por eso no recordaba bien su cara. Me había perdido de mi familia en un paseo. Yo me había adelantado como niña curiosa, y al mirar para atrás no vi a nadie. Me asusté y me puse detrás de una caja de mercadería que había afuera de un local y me puse a llorar. Él llegó a mi lado, me tomó de la mano, lo miré y sus ojos me sonrieron al instante. Tenía el rostro sucio, como esos niños a quienes les encanta jugar, con tierra incluso detrás de las orejas. Me limpió las gigantes lágrimas que rodaban por mis mejillas y me llevó hasta mis padres, haciéndome reír cada vez que podía con aquellas jugarretas que solo a los niños se les ocurren, así se le notaron los tiernos e infantiles diez años que tenía la primera vez que lo vi.
Siempre que estoy asustada hago lo mismo. Me paralizo por completo y me agacho con la cabeza entre mis rodillas, como una pelota; evitando, así, a cualquiera que quisiera ayudarme. Tratando de que mi miedo se quede en el pequeño espacio entre mi pecho y mis muslos.
Ahora estaba tranquila e incluso sonreí al recordar las historias y las veces que había estado en esa posición, muerta de miedo, y que al levantar la vista siempre veía a alguien, a quien ignoraba, oculto en la esquina contigua o detrás del tarro de basura próximo, atento a cada movimiento mío.

Entré nuevamente a casa y en la escalera, en la misma posición y lugar en que me había hablado antes, sonrió.

-Siempre ahí, cerca de ti.

Lo miré a los ojos y mis labios dibujaron el comienzo de mi nueva sonrisa, la más bella y única de toda mi vida.