LA COMPAÑÍA CRISTIANA, SACRAMENTO DE CRISTO

De Massimo Camisasca

Convertirse a Aquel que está entre nosotros

La vida es grande cuando es vivida instante tras instante frente al ideal. Este ideal para nosotros tiene un nombre concreto, se llama Movimiento. El Movimiento para nosotros es el destino que se hace palabra, presencia concreta, juicio sobre la vida, sobre la historia, sobre el estudio.
No hay compañía sin persona. La persona es el acontecimiento de una relación con el Misterio. En el cristianismo el hombre se descubre como persona porque descubre su relación con el Misterio presente. Así, en virtud de su vínculo con Dios, reconoce ser constitutivamente junto a otros.
Si no nos convertimos al acontecimiento que da origen a nuestro estar juntos, nuestro estar juntos se volverá “el pequeño césped que nos hace tan feroces”, como dice Dante.
Amaríamos nuestra amistad de manera pagana si no la reconociéramos como la cercanía de Cristo, como la escuela donde Cristo nos enseña a sí mismo. Sin embargo, percibiríamos de manera abstracta a Cristo si no lo amáramos a través del signo de esta cercanía suya. Cristo, sin el acontecimiento del Movimiento, se desdibuja en una lejanía sin confines. Y el Movimiento, si no es signo de Cristo, se reduce a una amistad vacía, incapaz de responder a las exigencias profundas del corazón. No acoger a Cristo en los signos a través de los cuales nos alcanza, significa hacerlo coincidir sencillamente con lo que nos gusta, es decir identificarlo con nuestro burguesismo.
En la oración se descubre el valor de nuestra compañía. Sólo a través del silencio y de la oración adquirimos una justa distancia que nos permite ver, en trasparencia, el rostro de Cristo en la compañía. De otra manera la compañía se ahogará en el hecho de que nos cae bien uno u otro, en las simpatías y antipatías, en el rencor por las ofensas recibidas, en los celos y en las quejas. Sin la distancia generada por el silencio y la oración, que es la virginidad, la compañía se ahoga en los fragmentos. Se reduce sólo a la suma de nuestros sentimientos. Mirar a Cristo como a un hombre vivo, misteriosamente pero realmente presente en nuestra compañía, significa aceptar que los días se llenen de dramaticidad. Significa aceptar un trabajo sobre sí mismos para aprender a pedir Cristo en cada momento de la vida, incluso en los detalles más pequeños. Es el pasaje de la pascua, que de la muerte nos conduce a la vida. Es la entrada en una vida más densa y más verdadera. La compañía vocacional es el lugar donde Cristo nos ha alcanzado, el lugar que Cristo ha pensado para que nuestra persona se cumpla. Es el lugar del perdón. No porque lo merezcamos, sino por una iniciativa gratuita de Dios.

La compañía vocacional

Él nos amó primero (1 Jn 4, 19). La compañía vocacional es el lugar a través del cual Cristo nos ama. Es el lugar que él ha pensado para realizar nuestra felicidad, para el cumplimiento de nuestra persona. En este sentido es el lugar del perdón: la compañía vocacional nos perdona en primer lugar porque existe, porque cada día vuelve a acoger nuestra vida. La compañía vocacional es también el lugar del juicio, en el sentido de lugar de la construcción. Esto se manifestará también como experiencia entre nosotros, en la medida en que Dios querrá y en la medida en que nuestra carne se ofrecerá a su gracia. Mientras tanto, por el sólo hecho de que existe, la compañía vocacional nos muestra que nuestro destino no es la soledad, sino la compañía de Dios. La compañía vocacional es la compañía de Dios a nuestra vida, más allá que todos nuestros límites y pecados.
Si pensamos en el perdón sacramental, es decir en la confesión, entendemos que es el punto en que somos sacados de nuestra medida, que es el pecado, y somos devueltos a la comunión de la Iglesia, dentro de la dimensión verdadera y real de nuestra persona. El ser llamados en la compañía es el signo de que Cristo nos quiere “suyos”.
Cuando nos damos cuenta de esto, nuestra vida se llena de luz. En el tiempo, a nuestra vez nos volvemos capaces de perdonar. Él nos amó primero. Esta frase de san Juan evidencia la iniciativa de Cristo hacia nosotros. Nuestro protagonismo consiste en dejarnos aferrar. Entonces el centro no está constituido por nosotros, con nuestro moralismo, formalismo o coherencia, sino por un acontecimiento que toma nuestra persona. Es la acción de Dios que nos aferra, no para destruirnos, sino para darnos vida. Nos involucra hasta el punto que incluso lo que es limitado, nuestra fragilidad, no constituye una distancia, una división radical. La exaltación de nuestra personalidad está en reconocer lo que Él ha hecho para nosotros, en reconocer que la verdad de nuestro yo es Cristo, es decir este lugar.
a) Estar juntos dando un juicio de estima.
La primera iniciativa es la de Dios. A nosotros se nos pide la cosa más sencilla, es decir estar, permanecer. En primer lugar significa no sustraerse a la compañía en la que hemos sido insertados. Sin embargo, no es sólo esto. Lo que caracteriza una posición humana es el juicio. Estar juntos de manera verdadera conlleva un juicio de valor.
Nuestra vida juntos tiene que ser llena de memoria. El juicio consiste en la memoria del acontecimiento de Cristo como acontecido para nosotros en este lugar. Nuestro “estar”, por tanto, es un trabajo. Es un trabajo en el cual la iniciativa es tomada por Cristo. El juicio de valor vuelve a despertar constantemente en nosotros la promesa, así nos permite traspasar las fatigas, las extrañezas y las pesadeces. Claramente no es una magia, pero la memoria habitual, a través del trabajo de la libertad, transforma el presente. La fatiga no desaparece, pero se vuelve más liviana: “Quien ama no hace fatiga, y si hace fatiga, incluso la fatiga es amada”.
Estamos llamados a estar juntos dando constantemente un juicio de estima. Estar indica una posición de la libertad, juicio de estima indica la posición de la inteligencia.
b) Reconocer una predilección
Lo que cuenta no es la idea que nos hemos hecho de nosotros mismos, sino no estar separados de Cristo. Él nos ha amado primero. No significa que nos ha amado una vez, hace muchos años. Primero, en efecto, quiere decir siempre, instante tras instante Jesús nos ama primero.
Aunque tu padre y tu madre te abandonaran, yo no te abandonaré (Cf. Is 49, 15). Es ésta la compañía vocacional. Por supuesto, hay momentos en que no se logra soportar a los demás e incluso se llega a desear eliminarlos. Es precisamente entonces cuando emerge la importancia del juicio de estima, que vuelve a encender en nosotros la promesa. El juicio de estima es reconocer que se nos ha dado un “más” y que la Fraternidad es el lugar de este “más”. Sin esta percepción, no podemos entrar en la experiencia de ser amados primero.
Él nos ha amado primero es el anuncio de una predilección. El contenido de este juicio es por tanto que somos afortunados. Sin esta percepción es imposible sostener el peso de la existencia. Y es una cuestión muy concreta, porque el juicio de estima es la modalidad con la que hacemos todo: nos relacionamos con los demás, leemos un libro, miramos la televisión… el juicio de estima entra dentro de todos los detalles.
Si estamos aquí con la idea que otros, en otros lugares, tengan más, es mejor que nos vayamos, porque seremos unos infelices que vuelven a los demás infelices, derramando la infelicidad en todas partes como una enfermedad infectiva. Los abismos tremendos que a veces se abren en vuestra vida y que ustedes buscan llenar de una manera u otra, se deben a la falta de conciencia del don recibido por Cristo. No hay la experiencia del “más” encontrado en este camino. Cuando Cristo los ponga a prueba, se caerán como higos que se sueltan del árbol La cuestión del juico de estima es entonces existencialmente de importancia primaria. Coincide con el reconocimiento de la gracia recibida, del “más” que se nos ha donado.

La misericordia de Cristo vence el miedo

El miedo nace cuando falta la experiencia de ser amados. Si prevalece el miedo, es porque nuestra experiencia de ser amados es superficial, nominal.
La experiencia de ser amados es el contenido de la fe. La fe es reconocer una Presencia. En la experiencia de la caridad no hay miedo, porque la caridad no es nada más que la fe que se da a mi vida en una humanidad presente. La caridad es Cristo que abraza nuestra humanidad herida y es nuestro abrazo a Cristo presente, la fe que se vuelve abrazo al humano.
A veces un hermano que tenemos cerca puede resultarnos irritante, incluso odioso, sin embargo en la medida en que lo miramos como proximidad de Cristo a nuestra existencia, nos cambia. Giussani nos ha enseñado a decir: Veni sancte Spiritus, veni per Mariam, donde María es el otro, porque es la fisicidad a través de la cual Cristo ha venido al mundo. Necesitamos entrar en la naturaleza sacramental de las personas que han sido puestas a nuestro lado. Se trata de entrar en la experiencia descrita por Giussani cuando habla de la identidad entre signo y misterio. A través del rostro de los hermanos, Dios no deja tranquila mi vida, sino que la empuja a un constante cambio. La naturaleza del signo cristiano es sacramental. Por eso el signo no es plenamente vivido si nuestra persona, con su inteligencia y afecto, no llega a reconocer Aquel del cual el signo habla.
Mi amistad con ustedes es un signo sacramental de Cristo, pero al mismo tiempo no agota su persona. Remite a su persona. Por esto [nuestra amistad] necesita de un Tú al que hablamos juntos y personalmente, al que pedimos que intervenga en nuestra relación. El Tú de Cristo es la salvación del signo. Sin él nuestra amistad antes o después se apagaría, o degeneraría en una posesión. Delante de nosotros se abre de par en par el recorrido que va de la fe a la caridad. Si la fe es reconocer a Cristo presente, la caridad es abrazarlo en su humanidad. Es el descubrimiento de un valor grande en lo que a primera vista parecería no tenerlo. Es la victoria sobre la apariencia. Es la virginidad.