ORACIÓN, MISIÓN, JÓVENES E IGLESIA PENITENTE
Meditación del padre Mauro Giuseppe Lepori (abad general del Orden cistercense) en un encuentro con la Fraternidad San Carlos en Roma, enero 2019
Deseo compartir algunos puntos de meditación que me acompañan últimamente en el ámbito de mi vocación y misión. Tratan sobre la situación de la Iglesia y el inminente Sínodo de los Obispos sobre los jóvenes (al que asistiré junto con otros superiores generales).
En la oración brota la misión
Empiezo por un fragmento del Evangelio que hemos escuchado hace un par de semanas. Está sacado del capítulo cuarto de Lucas. Jesús había visitado Nazaret y lo habían echado de malas maneras. Despues bajó a Cafarnaún donde pudo evangelizar, obrar curaciones y echar muchos demonios. Vivía en la casa de Simón Pedro, al que le curó la suegra. No sabemos cuánto tiempo se quedó, pero un día salió pronto de casa para rezar a un lugar solitario (como me imagino hacía todos los días). Con el tiempo seguramente descubrieron donde iba a rezar. Por eso la muchedumbre que lo buscaba sin parar, de día y de noche, logró hallarlo. Estamos al final del capítulo 4 de Lucas. En el capítulo 5 nos encontraremos con la escena de la llamada de los primeros discípulos tras la pesca milagrosa de la barca de Pedro (Lc 5, 2ss).
Al hacerse de día, salió y se fue a un lugar solitario. Cuando la gente que lo andaba buscando llegó donde él, trataron de retenerle para que no les dejara. Pero él les dijo: “también en otros pueblos tengo que anunciar la Buena Nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado”. E iba predicando por las sinagogas de Judea” (Lc 4, 42-44).
Lo que me ha llamado la atención y me ha hecho reflexionar en este final del capítulo 4 de Lucas es la total coincidencia para Jesús entre la oración en soledad y la misión. Es impresionante cómo esto es narrado. Se diría que Jesús no haya salido en misión desde Cafarnaún, que no haya vuelto a la casa de Pedro para despedirse y preparar las maletas o desayunar, sino que haya salido directamente desde el lugar de su oración hacia las “demás ciudades”. Añadiría algo más: es como si la muchedumbre, hallandolo en oración, hubiera visto que de allí estaba saliendo, como si fuera “necesario” que desde allí saliera de misión al mundo a “anunciar la buena nueva del reino de Dios”. Es verdad, la muchedumbre reaccionó así porque no lo vieron en la ciudad. Sin embargo, encontrándolo en el desierto hubierar podido sentirse aliviados: “¡Menos mal que sigues aquí!”. Sin embargo, perciben algo nuevo, algo extraño: que Jesús efectivamente está dejando Cafarnaún. Efectivamente Él confirma esa impresión, ese temor, y describe la urgencia que en Él ha nacido en la oración y que ellos han percibido en contraste frente a sus expectativas: Pero él les dijo: “también en otros pueblos tengo que anunciar la buena nueva del Reino de Dios, porque a esto he sido enviado”.
Para Jesús es como si la misión, la urgencia de la misión, naciera directamente de la oración. Lucas subraya el brotar directo de la misión de Jesús de la oración solitaria, es decir del estar solo con Dios, solo con el Padre. Jesús no habría tenido necesidad de irse a rezar al desierto para conocer la misión confiada por el Padre. Ya desde el instante de la delicadísima irrupción de lo eterno en el tiempo -que es la Encarnación, la concepción del Verbo en el seno de María- ya en ese instante y desde ese instante todo estaba claro y decidido; todo estaba cumplido. Ya desde ese instante - ya desde el instante de la decisión eterna de la Trinidad de salvar y redimir a la humanidad a través de la misión del Hijo- había entrado con Jesús en el tiempo y en el mundo. Y, sin embargo, yéndose a rezar, Jesús nos enseña que la oración es como volver a la delicadísima irrupción inicial, un renovarse de ella, y con ella, una vuelta a la conciencia y actuación de la misión.
Jesús no vivía ninguna dicotomía entre la oración y la misión, porque para Él no había separación entre el ser enviado y el ser Hijo del Padre. En la relación con el Padre, Jesús vivía inmediatamente la misión que lo constituía. Para Jesús la misión era su identidad con el Padre, como Juan ha aclarado en algunas frases esenciales de su Evangelio: El que me ha enviado está conmigo: no me ha dejado solo (Jn 8, 29). El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14, 9). La identidad de Jesús era la identidad con el Padre. En la oración Jesús ardía de este misterio y toda su misión consistía en ir a todas partes a irradiar el misterio del Padre en su persona de Hijo.
Pues bien, Cristo nos ha transmitido esta naturaleza y modalidad de misión de la vida. Nos la transmite empezando por el punto del que brota su oración. Paradójicamente, si Jesús huía de las muchedumbres para retirarse a rezar era precisamente porque las muchedumbres -empezando por los discípulos- lo encontraran allí, en aquel desierto, en esa posición, en aquella actitud que encarnaba en el espacio y en el tiempo el misterio eterno del Hijo enviado por el Padre sin que el Padre lo abandone, sin que la comunión con el Espírito Santo “disminuya” entre ellos. Dios se dilata sin enrarecerse porque Dios es amor. Por eso, encontrando a Cristo rezando se le encontraba en misión; y encontrándolo en misión, se le encontraba en oración. Cristo quiere transmitirnos esta unidad, porque no estamos llamados a vivir nada que no sea Cristo mismo. No existe una vocación eclesial que no sea Jesús mismo, su vida, su oración y misión.
“Como el Padre me envió, también yo los envío”. Dicho esto, sopló y les dijo: “Reciban el Espíritu Santo” (Jn 20, 21-22 ¿Qué quiere decir esta palabra y este gesto, este soplo? Quiere decir que Jesús nos comunica su misión junto a la intimidad de amor con el Padre: nos comunica al Espíritu Santo. Nos comunica la misión con la comunión con Él y, a través de Él, con el Padre. Por eso, misión y oración coinciden y la muchedumbre las reconoce unidas en Jesús.
Ahora no profundizo, pero en cada vocación o estado de vida, se trata fundamentalmente sólo de vivir esta vocación, este misterio de adhesión a Cristo que se adhiere al Padre, esta misión de Cristo enviado por el Padre. El hecho de que la fuente de la misión, incluso de la misión infinita y universal de Cristo mismo y, por tanto, de la Iglesia, es la intimidad de una relación personal con Dios, de corazón a corazón, en el silencio y en la soledad del desierto, tendría que ayudarnos a simplificar de una vez por todas los discursos y proyectos sobre la misión de la Iglesia en el mundo.
Transmitir a los jóvenes el soplo que libera
Querría pasar al tema de los jóvenes y sobre el que versará el próximo Sínodo de los Obispos. Se pueden analizar todas las condiciones posibles de los jóvenes y conviene hacerlo bien para darnos cuenta de que es una condición muy compleja hoy día. Sin embargo, también es importante volver a centrar todo en la fe, ya que lo único que de verdad necesitan los jóvenes de hoy -como los de siempre- es encontrarse con Cristo en misión del Padre hacia ellos y como hacia todo hombre.
Me impresiona que el encuentro de Jesús con los jóvenes en el Evangelio, con los muchachos, vivos o muertos, sanos o enfermos, se expresa como un encuentro que “levanta” al joven. A los jóvenes que encontraba, ricos o pobres o incluso a jóvenes muertos como la hija de Jairo o el hijo de la viúda de Naim, de una manera u otra Jesús les decía: “¡Levántate!” (Cfr. Mc 5, 4; Lc 7, 14).
Jesús encontraba a jóvenes sumidos en la tristeza por no encontrar el sentido de sus vidas, un sentido que no hallaban ni en las riquezas ni en la fidelidad formal a las reglas (cfr. Mc 10,17-22), como el joven rico. Hallaba a jóvenes hundidos en la muerte, que resume todo aquello que impide vivir la vida, crecer, donarse. Y a todos les decía de una u otra manera: “¡Levàntate! ¡Surge!¡Resurge! ¡Crece! ¡Sígueme como modelo de vida plena y feliz!”. Y su palabra, si venía acogida, era eficaz, realizaba lo que decía: el joven se levantaba, resurgía, crecía.
Jesús ofrecía a los jóvenes –y a todos- una autoridad eficaz porque, como saben, auctoritas, del verbo augeo, designa la capacidad de “hacer crecer”. Jesús ofrecía a los jóvenes una presencia adulta, que te acompaña a crecer, a madurar en la vida.
Los gestos con los que Cristo expresaba su autoridad hacia los jóvenes son hermosos y significativos: les daba la mano para levantarse, como al chico epiléptico que dieron por muerto, una vez expulsado el demonio que lo poseía: Pero Jesús, tomándolo de la mano, lo levantó y él se puso en pie (Mc 9, 27). La autoridad tremenda y divina con la que ha expulsado el espíritu impuro del muchacho (Mc 9, 25), se convierte en ternura paterna que te toma de la mano, es decir te acompaña a crecer, a estar en pie, a tener una estatura humana.
Este chico antes estaba constantemente poseído por el demonio y echado al suelo, como explica su padre a Jesús: Dondequiera que se apodera de él, lo derriba, le hace echar espumarajos y rechinar los dientes, y lo deja rígido (Mc 9, 18). El demonio es el poder no autorizado, el poder que no es auctoritas, el poder que no te deja crecer, que te tira por los suelos presa de una instintividad convulsiva, animal. El demonio es el poder que te aferra sin dejarte la libertad.
¡Qué contraste con Jesús que, tomándolo de la mano, lo levantó y él se puso en pie! El “tomar” de la mano de Cristo no es para quitar la libertad, sino para activarla, para exaltarla. La compañía, la ayuda, el acompañamiento de Jesús es ejercicio puro de la autoridad, que no quiere otra cosa sino el crecimiento del joven, sin el mínimo deje de posesión, de manipulación, de seducción.
Los verbos que se usan en el Evangelio son preciosos. En italiano pierden un poco de su intensidad: ἤγειρεν αὐτόν, καὶ ἀνέστη, en latín: elevavit eum et surrexit (Mc 9,27). En estos dos verbos y en su concatenación está todo el sentido de la educación humana y cristiana que estamos llamados a transmitir. Porque el sujeto de elevavit es Jesús, mientras que el sujeto de surrexit es el chico. La autoridad de Cristo es esa ayuda que eleva al joven para que él mismo resucite, se levante y esté en pie. Es, por tanto, la transmisión de una consistencia, de capacidad de estar y caminar que de la libertad del padre se transmite a la libertad del hijo, de la libertad del maestro se transmite a la libertad del discípulo. ¡Pensemos en esta autoridad de Cristo en todas sus modalidades como el contrario absoluto de toda forma de abuso a menores! Quien abusa, en cambio, encarna literalmente el ejercicio del poder del demonio, poder que posee, te tira al suelo y hace de ti lo que quiere él, dejándote tirado solo y sin vida.
Pensemos también en cómo la autoridad de Jesús, su ser Padre, Maestro, son una posibilidad incansable de ayuda para quien ha sido abusado, para que vuelva a encontrar con libertad la estatura y la madurez humanas tiradas por tierra y pisoteadas.
Jesús quisiera transmitir a sus discípulos, a la Iglesia, a nosotros, este ejercicio de la autoridad, esta autoridad paterna y materna que te da la mano para levantarte para que puedas resurgir incluso de la muerte, incluso del anulamiento aparentemente total de tu libertad y dignidad. En este episodio del joven endemoniado y epiléptico, los discípulos habían intentado liberar al joven sin éxito del espíritu impuro mientras Jesús estaba en el Tabor para la Transfiguración.
Una vez que se supo, Jesús se enfada con los discípulos (Mc 9, 19) porque han pretendido con orgullo sacar de ellos mismos la autoridad necesaria para hacer este milagro. Después de que Jesús liberara al chico y una vez que volvieron a casa, los discípulos -humillados por lo ocurrido- le preguntan: ¿Por qué nosotros no pudimos expulsarlo? (9, 28). Y Jesús les responde de manera neta y precisa indicando al punto crucial: Esta clase de demonios con nada puede ser arrojada, si no es con la oración (9, 29).
Es sencillo y, en el fondo, muy iluminador para afrontar todos los problemas y desafíos que vivimos hoy: no estamos llamados a tener nosotros mismos la autoridad para resolver la crisis del mundo y, en particular, la de los jóvenes. Estamos llamados a transmitir al mundo, especialmente a los jóvenes, la autoridad de Cristo, la que Él toma del Padre, inclinándose –Él también- a rezar, a pedir, a acoger lo que está llamado a donar.
Decir que la oración es necesaria -es más, aquí Jesús la considera completamente indispensable- no quiere decir que sin la oración nos falte –qué sé yo- un elemento de contacto para que funcione un aparato electrónico. Decir que falta la oración significa, más bien, que falta la totalidad de nuestra relación con la realidad en la que nos hallamos. No falta sólo un elemento que enciendan el “aparato”. Es como pretender que el aparato tenga sentido poniéndolo a disposición de un grupo de monos. Sin la oración, sin la petición -entendidas como la vive Jesús, es decir, como relación de dependencia amante y constitutiva de Dios- no somos nada, no tiene sentido que estemos en el mundo, no tiene sentido que estemos frente a la vida ni a las personas. ¡Imaginémonos frente a un joven con los problemas que tenía el epiléptico endemoniado o muchos de los jóvenes de hoy día! Sin oración es como estar frente a la realidad con la consistencia de los fantasmas.
Sin embargo, ¡qué consistencia de sí mismo tenía Jesús frente a todos y a todo! No por casualidad en ese episodio en el que bajaba del Tabor, bajaba de un tiempo intenso de oración en el desierto. Había concedido a los tres discípulos ver lo invisible, ver lo que pasa cuando Jesús rezaba, por ejemplo, cuando rezaba los salmos y meditaba la Escritura. La Transfiguración de hecho fue ante todo la manifestación de la realidad de la oración de Jesús a los discípulos.
Notemos que el efecto de la oración para Jesús no era volverse más “espiritual”, más “místico” (en el sentido banalizado del término). Más bien al contrario: era como si Jesús volviera de la oración más “encarnado” porque volvía como más “enviado del Padre”, más “en misión”. El efecto de la oración en Jesús era precisamente su mano firme, que tomaba la del joven, aparentemente muerto, para levantarlo, elevarlo, hacerlo crecer, hasta que fuera capaz de estar en pie, de erguirse como hombre libre y adulto en la vida.
Esta mano de Cristo que es verdadera autoridad porque educa, ayuda a crecer y a estar en pie por sí mismo, es símbolo de la presencia eclesial de Cristo, del Cuerpo de Cristo llamado a que el mundo crezca. Por eso, sin la oración de Cristo, sin la liturgia de la Iglesia, la misión de la Iglesia no funciona. Porque sin la oración -centrada en la Eucaristía- la Iglesia no encarna la misión de Cristo.
Podemos decir que la misión de la Iglesia está descrita en el acto de Jesús de tomarle la mano al joven demolido y abatido por el demonio para levantarlo hasta que esté en pie. Los dos verbos utilizados son verbos que el Nuevo Testamento usa para describir la resurrección del Señor y la nuestra en Él. Se trata de comunicar a los jóvenes y a todos una experiencia pascual que reanime y haga madura y hermosa su propia humanidad. Es precisamente esto lo que la Iglesia quiere y debe reavivar en sí misma, en la concepción y en la experiencia de sí misma frente al mundo de hoy, especialmente a través del próximo Sínodo.
Las lágrimas de Pedro
Todos sentimos la confusión frente a las infidelidades gravísimas que afloran con particular publicidad en este tiempo de la Iglesia. Es inevitable que cualquier miembro consciente del Pueblo de Dios se sienta turbado, por cierto turbado por lo que se denuncia, pero también por el hecho de saberse miembro de un cuerpo eclesial tan infiel al testimonio del rostro bueno y verdadero de Cristo que sería el que está llamado a encarnar.
Con su Carta al Pueblo de Dios, el Papa Francisco llama a todos a la oración y a la penitencia y es ciertamente el camino más justo y adecuado para estar delante de situaciones en las que el misterio de la iniquidad penetra y ensucia la humanidad el Cuerpo eclesial. ¡Pensemos en cómo debió turbar a Jesús cuando percibió que Satanás entraba en Judas, uno de sus apóstoles, que entraba en alguien que había eligido desde el principio para expresar Su autoridad de amor y de verdad! Y, tras el bocado, entró en él Satanás (Jn 13, 27). O cuando oyó a Pedro gritar que no tenía nada que ver con Él. ¡Qué tristeza le debió asaltar al corazón del Señor precisamente cuando más necesitaba compañía y amistad!
Me pregunto si en este momento de la Iglesia –pero siempre ha sido así porque la infidelidad y la traición siempre han acompañado el camino de la Iglesia, como también el camino de nuestra vida-, en este momento quizás tendríamos que pensar ante todo en Cristo mismo, en Cristo que estaba y está presente en cada víctima inocente del pecado, y a la vez, sin embargo, en cada apóstol o discípulo que reniega o que es infiel. En todo, en todos, se trata de Él, de Él abandonado, de Él flagelado, lleno de escupitajos, de Él que lleva la Cruz, clavado, de Él que muere y al que sepultan.
Es como si todo el turbamiento que podemos sentir en la Iglesia y por la Iglesia tuviera que percibir una sacudida que le impidiera ahogarse en sí mismo, que le impidiera amodorrarse en un turbamiento sin salida, que es como perderse en la niebla sin entrever ya el camino para poder salir. Judas se ahogó en el turbamiento por su propia infidelidad porque no la dirigió a Jesús. Pedro miró a Jesús y sintió todo el mal que le había hecho a Él con su negación. Entonces lloró por Jesús. Se encontró con el corazón catapultado en el amor de Cristo. Y no hay mejor reparación por nuestras infidelidades, y por tanto no hay mejor y más profunda consolación de Cristo que un amor penitente, que un amor hasta el sufrimiento por Él. Las pecadoras que iban a mojar con lágrimas los pies de Jesús, reparaban su propia infidelidad consolando al Señor con su amor arrepentido.
La oración y la penitencia que nos pide el Papa no sirven en primer lugar, yo qué sé, para “volver a limpiar” o “volver a dar un brillo” a la imagen de la Iglesia de cara a la opinión pública ni tampoco frente a sí misma, sino que tienen que despertar en la Iglesia las lágrimas de Pedro, que son las lágrimas de las pecadoras que han obtenido más perdón amando más a Cristo, consolando la misión salvífica de Jesús con un abismo mendicante de Su misericordia.
Reconstuir la Iglesia
La Carta al Pueblo de Dios del Papa Francisco está fechada el 20 de agosto. No lo menciona, pero era la fiesta de san Bernardo de Chiaravalle, quien derramó muchas lágrimas por Jesús y por su Esposa no siempre fiel.
Me viene a la cabeza un bajorrelieve de la primera mitad del siglo XVll de madera del coro de Chiaravalle de Milán. Saca a colación una escena que se refiere al compromiso de San Bernardo para recomponer en Francia el cisma de Pedro de León, antipapa, con el nombre de Anacleto (cfr. Vita Bernardi, Lib. II, cap. 1). En primer plano está el santo abad arrodillado rezando. En sus manos unidas se concentran los rayos que se irradian de una nube divina en la que se entreven las cabezas de cuatro ángeles. El fondo es como si el oratorio en el que se encuentra Bernardo se abriera para dejar aparecer una escena que ilustra el efecto inmediato de su oración. Se ve una iglesia destruida, como golpeada por un terremoto que ha derribado el techo, las columnas y algunas paredes. Sin embargo, alrededor de esa iglesia en ruinas se ven cuatro ángeles trabajando. Quizás los mismos de la nube que irradia sobre Bernardo. Están trabajando con ahínco para reconstruir y restaurar la iglesia llevando y pasándose piedras grandes.
Creo que esta imagen ilustra bien el valor misionero de la oración del que hablaba al principio. No sólo la oración nos da las fuerzas para edificar la Iglesia o restaurarla cuando está estropeada por las divisiones y por el pecado de sus miembros, sino que la oración es ya en sí misma “Opus Dei -Obra de Dios”, como san Benito define el Oficio divino de los monjes, es decir Dios que obra a través de sus ángeles, ángeles -que pueden ser también los miembros de la Iglesia, laicos, religiosos, ministros ordenados- mandados por Jesús y con Jesús al mundo para edificar y reedificar el Reino de Cristo que nada -ni siquiera nuestra miseria e infidelidad- jamás podrá detener en su la pasión de salvar el mundo.