EL SILENCIO Y LA ORACIÓN

De Massimo Camisca, extracto del libro sobre el sacerdocio “Padre”

El ancla es lo que hace que el barco no sea sacudido por las olas, los vientos, las tormentas y llevado de aquí para allá. Hace que el barco se apoye en un fondo del mar que, además, está a cientos o incluso a miles de metros de la tierra firme. Una tierra firme invisible y, sin embargo, real y experimentada. Para el sacerdote, el ancla no puede ser la actividad, la acción. Actuar, hacer, obrar se convierten de verdad en una fuente de alimentación sólo si, en el fondo de nuestro ser, sabemos nutrirnos constantemente de la relación con Dios. De lo contrario, la acción nos dejará vacíos, nos cansará y, después de habernos embriagado, nos destruirá.
Estoy convencido de que éste es un punto clave, o mejor, el punto decisivo para el renacimiento de la vida sacerdotal. El activismo es una de las amenazas más insidiosas para la vida del sacerdote porque se puede confundir fácilmente con la generosidad o incluso con la dedicación a los demás, con la entrega de uno mismo, con la caridad. ¿Qué las distingue? El activismo es una acción superficial: ve los problemas, se da cuenta de las necesidades, trata de responder. A menudo, el sacerdote que vive así se dispersa en múltiples direcciones y obras. La suya no es una acción negativa de por sí, pero termina siéndolo porque tiene una duración corta, tiene el tiempo de nuestras energías y de nuestros sentimientos. Dentro del activismo, a menudo de forma inconsciente, se esconde la ilusión de salvar a los demás a través de nuestro “hacer”. La caridad, en cambio, nos empuja a entrar en la acción de Dios, a convertirnos en colaboradores de una obra que nos precede y supera.

Estar con Dios
El sacerdote es un hombre llamado por Dios para los hombres. No ha sido llamado por los hombres. Tiene que responder a Dios. Para aprender cómo trabajar por el bien de los hombres tiene que ponerse a escuchar a Dios. Éste es el ancla: eligió doce para que estuvieran con él (véase Mc 3, 14). Si queremos una auténtica renovación de la vida sacerdotal tenemos que partir otra vez de aquí, del centro, no de la periferia: de la relación personal de cada sacerdote con Cristo.
Está claro que se puede estar con Dios viviendo con los hombres. Es más, ésta es la posición madura, la normal y definitiva. Pero para estar con Dios en medio de los hombres hay que aprender a estar únicamente con Dios. Jesús también vivió sus primeros treinta años en el silencio de Nazaret. Había aprendido lo que después enseñaría en su vida pública. A lo largo de los últimos tres años de su vida, a menudo se apartaba de la gente y se retiraba para estar solo. Pasaba noches enteras en soledad (véase Mt 21, 17). Alejaba de la multitud a sus discípulos y se iba con ellos a descansar. Venid conmigo, lejos del ruido y de las pretensiones de la multitud (véase Mc 6, 31) decía, enseñando a reunirse en torno a Él.
En todo estoy hay algo profundamente humano y al mismo tiempo terriblemente revolucionario, contracorriente. Nuestro tiempo tiene miedo del silencio. Identifica el silencio con el vacío, con la nada. Al contrario, los hombres de hoy se hunden en una sobredosis de señales. Tienen encendida la televisión incluso cuando están en la mesa. Están en contacto con todo el mundo, o creen que lo están, a través de Internet. Van a las discotecas, con sus altísimos decibelios, cuando no acuden a otras formas de aturdimiento. Todo con tal de que no haya silencio. Incluso estando en casa, siempre están proyectados fuera de sí mismos.
Pero, ¿qué tiene que ver esto con el sacerdote, con su vida? Lo descrito es una atmósfera que envuelve a todos. […] Precisamente para aprovechar este tiempo de la imagen y de la acción, es necesario volver a descubrir el silencio.

¿Qué es el silencio?
A lo largo de mi vida me he preguntado a menudo qué era el silencio. Durante los setenta y ochenta, participé muchas veces en los ejercicios de los Memores Domini dados por don Giussani. Vi en él, que por aquel entonces establecía los fundamentos de esa nueva comunidad, una insistencia constante, casi obsesiva, en la importancia del silencio. Como diciendo: sin silencio no hay vida cristiana, es más, ni siquiera hay vida realmente humana.
Pero, ¿qué es el silencio? ¿Por qué es tan importante para cada hombre, sobre todo para cada cristiano, y por ende para cada sacerdote? ¿Cómo puede madurar en nosotros el hábito del silencio? El silencio hace llegar a la mente, sobre todo, la ausencia de palabras, de sonidos. Hay un valor en todo esto, pero no podemos detenernos en este punto. Yo no quiero el silencio para no oír y no ver, para abstraerme de la vida. Todo lo contrario, deseo el silencio para poder ver con mayor profundidad, para poder escuchar las palabras más importantes, a menudo reprimidas o escondidas, para poder detenerme en ellas. Por lo tanto, si el silencio exige una determinada lejanía del bullicio y de los ruidos diarios, es para entrar con más profundidad en la realidad, para descubrir la cara verdadera de las cosas, que a menudo está escondida detrás de un velo.
Para el cristiano, el silencio es la mirada de la fe sobre las cosas del mundo. No estoy diciendo que el cristiano sea un visionario. La fe no le hace ver cosas imaginarias o irreales, sino que le hace capaz de mirar con mayor profundidad las mismas cosas que todos miran. Al contrario que las filosofías o religiones orientales, el cristiano, en el silencio, no tiene delante la nada sino un “tú” personal. […] También nosotros, como el hombre de siempre, miramos a menudo la vida en fragmentos: un acontecimiento, otro, una palabra, un suceso que descubrimos en el periódico… Todo nos parece dividido y por eso últimamente sin sentido. El silencio, la fe, al menos nos permiten descubrir la unión entre las cosas, los acontecimientos, las palabras. Nos permiten percibir, todavía de lejos, como en un espejo, enigmáticamente (1Cor 13, 12), el rostro de aquél por quien todo se ha hecho y hacia quien todo se dirige. (véase Hch 17, 24-28; Col 1, 16). Únicamente en el silencio podemos ser capaces de acoger el sentido de las cosas más grandes, el dolor y la alegría, el amor y el cansancio, la belleza y las heridas. Pero en el silencio hasta las cosas más pequeñas se vuelven significativas.
Hace unos años vi en televisión una de las pocas entrevistas hechas a María Callas. Respondiendo a la pregunta sobre qué era para ella lo más importante que había vivido en el canto y que quisiera transmitir, dijo más o menos esto: “El silencio. Toda la grandeza del canto está en el silencio que hay entre las palabras”. Que no fuera una respuesta tan extraña lo entendí cuando se la oí repetir a Giuseppe di Stefano, un grandísimo tenor italiano desaparecido recientemente. En una entrevista radiofónica, en la que le preguntaba cuál era el secreto de su arte, respondió: “Pronunciar bien todas las palabras y hacer bien los silencios”.
El silencio no es una ausencia de palabras, sino el camino para descubrir su verdadero peso. Me ha llamado mucho la atención una expresión de Georges Simenon, el gran escritor francés creador del comisario Maigret: el objetivo de sus escritos era descubrir el peso de las cosas. «Hacer que un árbol viva al final del jardín […] dar a las hojas de ese árbol cierto peso, cierta presencia […] Creo que he encontrado la palabra: la presencia. La presencia del fragmento de una carta, de una franja de cielo, de un objeto cualquiera […] Si me lo permiten, el peso de la vida».
[…] Las cosas, observadas mucho tiempo, saben hablar. También mirando un árbol se puede entrever todo el misterio del Ser.

Cómo aprender el silencio
He encontrado una definición brillante: el silencio es nuestra memoria llena de la conciencia de pertenecer a Jesús. Si esto es verdad, podemos comprender que el silencio no es en absoluto el vacío. Es más, es la condición del diálogo con aquél que es el centro del mundo y el rostro secreto de todas las cosas. Si no se necesitara para vivir, el silencio no me interesaría. Año tras año he ido entendiendo y experimentando que puede ser más necesario que el agua y el aire o, por lo menos, es para nuestro espíritu tan necesario como lo son el agua y el aire para el cuerpo. El pueblo de Israel usaba esta expresión: ver el rostro de Dios, tu rostro Señor yo busco (Sal 27, 8). Es una imagen bellísima sobre lo que es el silencio: la identificación con el amado. El silencio es el instante habitado por Otro.
Quisiera contar cómo descubrí esto. Antes de nada, para aprender el silencio, hay que empezar a hacer silencio. Siguiendo la enseñanza de quienes han sido padres para mí, dedico una hora cada día al silencio entendiéndolo en su sentido literal. Antes situaba esta hora al final de la tarde; luego, he ido entendiendo poco a poco que era necesario empezar el día con el silencio. Así, la primera hora de la jornada la dedico a esto. Se me ha enseñado que el tiempo de silencio se abre con unos minutos de oración de rodillas, a ser posible delante de una imagen. Es una educación muy grande empezar el día adorando, reconociendo con gratitud la belleza de lo creado, la bondad de Dios, el tiempo que nos da. El Padre como origen de todo. No quiero ser ingenuo en absoluto, ni espiritualista ni abstracto. Hay noches en las que no duermo, otras en las que duermo poco, mañanas en las que me levanto asediado por las preocupaciones. Precisamente por esto, educar mi alma hacia la positividad de la vida, reconocer la paternidad que me ha querido, de quien quiere al mundo y lo guía, es el mayor bien. Sin silencio es imposible descubrir la paternidad de Dios, es imposible entrar en el movimiento que Dios cumple cada día para hacernos suyos. Se entiende de esta manera que el silencio tiene un valor social muy importante. Poco a poco, entrando en la paternidad de Dios, ensimismándonos con la mirada de Cristo cambia mi mirada sobre los demás. Como todas las cosas, los hombres se convierten en signo de Jesús. Nace de esta manera la posibilidad de perdonar, de acoger, de vivir junto a los demás.
Después rezo, leyendo algunas Horas del breviario. Empezar a rezar con las palabras que Jesús nos ha enseñado, o con las que él mismo rezaba, o que la Iglesia nos ha transmitido, es el camino fundamental para entrar en esa mirada nueva de la que hablaba antes. A través de la meditación de los salmos, las palabras vuelven a tener su trascendencia, su verdad, me hablan de cosas sucedidas y que suceden, me ayudan a reconocer lo que me rodea, las verdades y las mentiras, a los amigos y los enemigos, a dar un nombre a las esperanzas, a aprender a aconsejar y consolar.
En la hora de silencio no puede faltar la lectura meditativa. Puede ser una página de la Sagrada Escritura, un texto de los Padres de la Iglesia, los escritos de un santo especialmente significativo y cercano, un texto de espiritualidad, un libro de historia de la Iglesia. Obviamente, no todas estas obras tienen el mismo valor, pero todas pueden tenerse en cuenta para llenar mi silencio con esa luz que permanecerá encendida durante todo el día.
Ante todo, sea cual sea el libro que decido leer para ayudarme en la meditación, tengo que aprender a no correr. No puedo leer las Escrituras o las obras de un santo como se lee una novela policíaca, para ver cómo va a acabar. Tengo que dar a cada palabra su importancia. En el caso de la meditación de las Escrituras, sé que esa palabra está inspirada, que ha sido escrita para hablarme de Cristo, para revelarme su persona, para hacerme entrar en su vida, en su pensamiento. Todas las Escrituras me hablan de él, tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo. […] He de dejar que las palabras penetren en mí, he de mirar a esas palabras para ver lo que está detrás, el acontecimiento que revelan. […] Yo me detengo en las palabras que más me impresionan: son como el hilo que Dios me da en la mano para ir a buscar todo lo demás. […] Después, los santos. Sobre todo sus escritos, sin olvidar tampoco sus vidas. Necesitamos ver en los santos el camino que podemos recorrer nosotros también.
En conclusión, el estudio de la historia de la Iglesia. Somos un pueblo que vive en la historia. Sin el conocimiento de los acontecimientos que le sucedieron a nuestro pueblo, no nos podemos comprender realmente a nosotros mismos. Elijamos por tanto una historia de la Iglesia escrita por un autor que ame la Iglesia. En ella, en los acontecimientos que la recorren, hechos de pecados y errores, de pasos hacia delante y de santidad, veremos reflejada nuestra historia personal y encontrará luz nuestro ministerio sacerdotal. Rezar el rosario tiene también un sitio en mi silencio. Igual que me ocurre a la hora de rezar los salmos, a través de este sencillo gesto, el silencio se convierte en una gran preparación para todo el día. Casi sin darme cuenta, pienso en las personas con las que me encontraré. Pido a Dios y a María la gracia de que me sugieran las respuestas que tendré que dar a sus preguntas, el tono de mi voz. Pido ser capaz de escuchar, de acoger, de hacerme fuerte y sabio, para poder tomar a las personas de la mano para acompañarlas hacia donde Dios quiere que vayan. También pido la gracia de soportar la derrota, el jaque que acontece cuando no se encuentran las palabras adecuadas, cuando los problemas parece que no tienen solución, cuando el corazón del otro parece que está irremediablemente cerrado.
En conclusión: a través del silencio se aprende, poco a poco, a entrar en la voluntad de Dios. Así, se lleva a cabo la invocación del Padrenuestro: hágase tu voluntad (Mt 6, 10). ¿Cómo descubrir cuál es la voluntad de Dios sobre nosotros y sobre los demás? ¿Y cómo adherirnos a ella? A lo largo de los años, a través de tantas caídas, olvidos y cansancios, el silencio va haciendo poco a poco que nazca en nosotros un punto de vista nuevo, más cercano al de Cristo, menos mundano, que nos permite ayudar a las personas que nos han sido confiadas. Cambia todo el día. Vivir el silencio se convierte así en el principio del cumplimiento. Una experiencia de paz serena que hace que el silencio sea deseable.

El silencio y la acción
Cuando el silencio es de verdad, se vuelve capaz de transformar las horas de la existencia. Si no puedo hacer que entre el mundo en el silencio, puedo hacer que entre el silencio en el mundo. Así que puedo mirar con mayor esperanza y mayor verdad, con mayor ligereza y mayor profundidad, la historia de mi vida y la de los demás.
No es cierto que el silencio nos aparte de la acción. Lo contrario, genera en nosotros una capacidad nueva de acoger, de amar, de ofrecernos por los demás. Una vez les dije a mis sacerdotes que el silencio es una acción de Dios en nuestra vida, es nuestra acción habitada por Otro. Otro habita nuestro tiempo y le da su forma. El silencio no es una ausencia de cariño, es la presencia del Amor. El silencio materializa poco a poco el paso de una realidad fingida, fantaseada por mí, a la realidad verdadera, definitiva, donde los colores, los sabores y los amores son auténticos y conocidos por lo que realmente son.
Trato de no renunciar con demasiada facilidad a la hora del silencio de la mañana. La fidelidad a la oración crea un habitus para el que cualquier rato, cualquier encuentro que marca el día, tiende a convertirse, en sentido literal, en oración.

Las nuevas tecnologías
La eficacia del silencio en nuestra jornada se puede juzgar también por las muchas decisiones que tomamos con respecto al uso de nuestro tiempo. Por ejemplo: ¿cuánto dedicamos a la televisión?
¿Sabemos estimar cuánto tiempo pasamos delante de la pantalla del computador? La tecnología, aunque no nos demos cuenta, introduce en nosotros una mirada diferente sobre las cosas y las personas. Puede hacer que perdamos el asombro y nos introduzcamos en una mentalidad activista, donde lo que cuenta es hacer mucho y hacerlo rápidamente. Además, no es un misterio para nadie la potencia con la que la pornografía, esa desterrada, pero también esa que domina inadvertida el pensamiento común, invade la vida de las personas a través de las tecnologías. He leído en una estadística americana reciente que el sesenta o setenta por ciento de Internet se usa con fines pornográficos.

La educación de la libertad
Precisamente, estas nuevas e invasivas formas de comunicación sacan ponen de manifiesto la radical importancia de una educación de la libertad, que tiene que darse en los años de seminario, pero sin detenerse allí. Cada sacerdote, como cada hombre, se ve reconducido realmente a la pregunta fundamental: ¿qué deseo para mí? ¿De dónde espero el bien para mi vida, mi felicidad? ¿Cuáles son los caminos que pueden ayudarla y asegurarla? En un determinado punto de su vida, Giussani tuvo una intuición genial. Dijo que toda posesión verdadera exige una distancia, o sea, un sacrificio. Al igual que para ver bien un cuadro no se puede estar con los ojos pegados al lienzo, para poder vivir en la realidad hay que tener cierta distancia, cuidado. Hay que preguntarse constantemente: ¿qué estoy buscando, a quién quiero encontrar y ver, quién puede hacerme feliz?

¿Qué es la oración?
El silencio abre el camino a la oración. Habría podido tratar en un único capítulo estas dos experiencias. He preferido distinguirlas porque, en realidad, la oración sin preparación puede convertirse en cada uno de nosotros en una repetición de frases aprendidas de memoria, un rito, un deber del que nuestro corazón está lejos, las preguntas y las expectativas más vehementes de nuestra vida. No es casualidad que el libro de la Sabiduría recomiende: Antes de rezar, prepara tu alma para que no parezcas uno que tienta a Dios (véase Sir 18, 23). Por lo tanto, el silencio es la antesala esencial de la oración. Sin embargo, ¡cuántas veces nosotros, sobre todo nosotros los sacerdotes, empezamos la santa misa, las oraciones de la mañana o de la noche, sin ninguna pausa, sin un instante de calma! Haciendo esto introducimos en la oración la pesadez de todo lo que hemos vivido hasta unos momentos antes.
Jesús dice: El que tenga sed que venga a mí y beba (Jn 7, 37). Esta expresión , el que tenga sed, nos habla de nuestra vida movida por el deseo. En la Carta a Proba, san Agustín dice que Dios quiere que en las oraciones se ejercite nuestro deseo. Si no hay deseo, no hay petición. Si uno no tiene sed, no desea beber, no se mueve hacia la fuente, no se siente atraído por ella. El atractivo de Dios necesita encontrar en nosotros una abertura. Si la oración está precedida por un silencio verdadero, con el tiempo, más fácilmente, nuestras peticiones más profundas agujerean nuestras distracciones y los problemas.
Al igual que el silencio, la oración es una necesidad de la vida. Me he descubierto a mí mismo muchas veces, durante los años de la madurez, pensando en lo que es realmente necesario para vivir. Deseaba asentar mi corazón no en los detalles, sino en lo fundamental. De este modo, he descubierto que lo que es necesario también es gratuito, aquello que necesitamos realmente nos viene también entregado, como la vida biológica, la del alma, la libertad, el amor.
Si pienso en mí mismo, descubro en lo más hondo de mi yo esta verdad: “No me he hecho yo. He recibido la vida, la recibo constantemente, cada día”. Cuando vivo esta transparencia de mí a mí mismo, empiezo a rezar. De hecho, la oración no es más que la petición que brota de la conciencia que tengo de ser criatura, de mi necesidad de ser llevado constantemente de la nada a la existencia. Rezar significa ante todo pedir, pedir a Dios lo que necesitamos. […]
El sacerdote es ante todo hombre de oración. Esto significa que está llamado a ser voz de los hombres hacia Dios. Mi oración nunca es individual. Cada una de mis peticiones hacia Dios recoge en sí misma los gritos, las expectativas, las súplicas, los agradecimientos, de todos los hombres del mundo, de los que creen y de los que no creen. De los que saben y de los que no saben. Dios quiere que no se pierda ni siquiera un pequeño lamento. Se trata de vivir la realidad cósmica de la oración. […]
Si nosotros no tenemos, aunque sea al fondo de nuestra conciencia, esta conciencia de hablar al Padre, a Dios que es padre, no podemos rezar. La oración no es un pensamiento del hombre sobre Dios, sino una participación en la historia de Dios con el hombre. La oración es por lo tanto un diálogo.

Oración y trabajo
Si nosotros esperamos a rezar el momento en que “nos nace”, poco a poco iremos dejando de rezar. Y que la oración se apague es el principio del enfriamiento de la vida sacerdotal. Rezar incluso cuando no se nos oye, incluso cuando todo parece árido, lejano, incluso cuando las palabras suenan silenciosas: si permanecemos fieles a la objetividad de la oración, florecerá también en nuestra subjetividad. Al igual que en cada amor, es la fidelidad la que hace que renazca el sentimiento.

La oración de intercesión
La oración pone al descubierto la misteriosa y profundísima unidad en la que Dios ha unido a los hombres. Su centro más profundo es la intercesión. Interceder, pedir a favor de otro, es la virtud de un hombre en sintonía con la misericordia de Dios. Por la gracia del bautismo su corazón se convierte en un punto de paso de las súplicas entre la tierra y el cielo.
Cuando rezo, estoy seguro de ser el último sucesor de Moisés, aquél que tenía los brazos levantados durante la batalla y ofrecía su sacrificio por todo el pueblo (véase Ex 17, 8-14). Se entiende así que la oración es realmente una acción. Ante todo, ella lleva dentro de sí misma las voces de los demás. Implica escuchar, dirigirse hacia los demás, interesarse por ellos, sentirlos parte de uno mismo. Se convierte así en el hecho de tomar de la mano a los demás para conducirlos hacia Dios, el ofrecimiento de uno mismo por los demás.
Todo esto tiene lugar de manera sublime durante la misa. Pero toda oración es siempre intercesión. Cuando rezo, suplico a Dios por los que no son capaces de hablarle, los que no saben rezar, los que han dejado de rezar o nunca han aprendido a hacerlo. Cada sacerdote lleva ante Cristo el misterio y la vida de todos los hombres.
En mi oración repaso constantemente los rostros de las personas que son más cercanas para mí, de mis familiares, mis amigos, conocidos, los que me han pedido que los recuerde. Como cuando, antes de dormirme, con el Ángel de Dios hago un viaje espiritual entre todas las casas de mi comunidad, dispersas por el mundo. La oración es el silencio lleno de nombres.

La oración de las horas
Uno de los tesoros más preciados que la Iglesia ha puesto en manos de los sacerdotes, y de este modo de todos los fieles, es el libro de los Salmos. […]
La liturgia de las horas prevé lecturas escogidas del Antiguo Testamento y del Nuevo, oraciones, himnos, pero sobre todo, como he recordado está enriquecida con la lectura de los salmos. Ellos constituyen un ejemplo completamente singular de oración. Atribuidos en gran parte al rey David, son en realidad la expresión de más autores que han recogido en ese poema los infinitos matices del alma de un hombre ante Dios. Aparece el que cree, el que duda, el que se rebela, el que suplica, el que está a prueba, en la desesperación, en el júbilo de la liberación.
En este sentido, no sólo a través de los salmos, puede llegar a Dios la voz de los diferentes momentos de la vida del que reza, sino que tiene voz también cualquier hombre de cualquier latitud y tiempo. Cuando el salmo me obliga a rezar una alabanza de júbilo, cuando estoy triste, me convierto en la voz de los que exultan. Otras veces no tengo necesidades concretas o dramas que tengan que ver, pero las palabras dramáticas del salmo se convierten en expresión de muchísimos hombres y mujeres que lloran y gritan en diferentes países del mundo. A través de la liturgia de las horas, todos los días, en todo momento, la unidad del género humano da un paso adelante ante Dios.
Además, la oración de los salmos no es sólo la oración del individuo o de la comunidad de los hombres que están en él. Es también, y ante todo, la oración de Jesús. Los salmos son el texto del Antiguo Testamento que Jesús ha citado más, como nos testimonian los Evangelios. En la sinagoga él ha rezado con los salmos, antes de morir ha hablado con el Padre con un salmo. Por eso, nosotros tenemos la certeza de la eficacia de nuestra oración. En la liturgia de las horas no sólo rezamos nosotros a Jesús sino que es Jesús mismo quien reza al Padre a través de nosotros.
Si los salmos revelan a Dios al hombre y al hombre al hombre, podemos decir que ellos revelan a Dios a sí mismo. Asumen el ritmo de un diálogo donde el hombre llama a Dios y viceversa. Los dos se expresan contando, preguntando, a veces incluso acusándose el uno al otro. Y Dios a veces se rinde ante la invocación suplicante del hombre, hace suyas nuestras peticiones introduciéndolas en su diseño y mostrándonos que en él hay espacio para nosotros; mitiga sus castigos, revelándose él mismo como misericordia.
La naturaleza comunional de la oración de las horas está mejor expresada cuando rezamos junto a los demás.

La adoración eucarística
Ante todo la adoración eucarística me hace entrar cada vez en el silencio del Dios creador. Cuando todo brotó de sus manos, cuando no había ninguna voz. Algo parecido sucedió en Belén e incluso antes en Nazaret en el momento del sí de María. De este modo, a través de la adoración, acontece una revolución en mi mente y en mi vida. Entiendo que lo que más cuenta, Dios mismo, vive en el silencio.
Delante de la eucaristía aprendo que Él corrió el riesgo de ser olvidado, pisoteado. Me enseña que las cosas de Dios nacen sigilosas, se desarrollan siguiendo lógicas que no son las de este mundo.
Así pues, entro en la adoración, en la carnalidad del cristianismo. El Dios invisible acepta asumir la especie del pan, acepta convertirse en pan para poder transformar desde dentro nuestra vida. Así, a través de la adoración, entiendo un poco más quién es Dios, su condescendencia, su identificación con nuestra humanidad, su entrega en nuestras manos. Él ha compartido nuestra vida para hacer que florezca desde su interior. De este modo, también nosotros, los sacerdotes, estamos llamados a compartir la vida de los hombres para pedir junto a ellos que sea iluminada y transformada.
Ya he dicho y escrito otras veces que la adoración eucarística para mí es como un curso universitario. Es un diálogo donde siempre aprendo algo: el hecho de ser criatura ante la inmensidad de Dios, su providencia, su sabiduría, la necesidad para mí de la humildad y de la confianza. A través de la adoración se vuelve más concreto todavía el hecho de rezar recordando los rostros de las personas queridas, se vuelve más concreto todavía llevarle su persona a Dios.

El rosario
Juan Pablo II ha subrayado el valor contemplativo del rosario. Se dice explícitamente: “En el primer misterio contemplamos…”. Él, que había dicho «el rosario es mi oración favorita», retomará esta expresión de Pablo VI en su carta apostólica sobre el santo rosario: «Sin contemplación el rosario es un cuerpo sin alma, y su oración se arriesga a convertirse en una repetición mecánica de fórmulas […] Por su naturaleza, la oración del rosario exige un ritmo tranquilo y casi una demora pensativa». Al igual que la liturgia de las horas, para mí el rosario es una preparación y una continuación de la misa. Aprendo a vivir los diferentes momentos de la vida de Jesús, muy a menudo a través de los ojos de María. La Virgen es realmente para cualquier cristiano, pero sobre todo para el sacerdote, quien indica el camino, quien nos lleva a Jesús y nos ayuda a seguirlo.
Juan Pablo II nos ha invitado a favorecer precisamente esta dimensión contemplativa de la oración mariana. Las palabras del Ave María se suceden casi sin darnos cuenta. Las intenciones de oración son enunciadas y abandonadas después a la misericordia de Dios. Es en la persona de Jesús en la que debemos fijar nuestra mirada.
El rosario es una oración sencilla. Puede rezarse en cualquier parte, en cualquier momento del día, sean cuales sean las condiciones de nuestro ánimo. Si uno tiene poco tiempo y se distrae fácilmente, puede distribuir las cinco decenas a lo largo de las horas del día. Para mí el rosario es como una cadena que me une a Dios y a muchos hombres, encontrando así un punto de unidad entre presente, pasado y futuro de la Iglesia y del mundo.