LAS MANOS DE SONIA
Todos los domingos, una joven gitana se detiene frente a nuestra iglesia, en el barrio romano de La Magliana, para pedir una limosna a los fieles que salen de la Misa. Su nombre es Sonia, es poco más que una niña. A menudo me quedo a hablar con ella. Un día se acerca, tiene un olor que no es precisamente agradable. Veo que tiene las manos particularmente sucias. Le digo que una joven como ella debe cuidarse. Ella, sin embargo, me mira y se encoge de hombros, como si no entendiera lo que le estoy diciendo. No me rindo, la invito a entrar en la sacristía y le pido a la hermana Francesca que la ayude a lavarse las manos con el jabón. Mientras Sonia se seca, le tomo las manos, las huelo y exclamo: "¡Qué buen perfume!". La hermana Francesca confirma que el perfume se siente en toda la habitación. Así que también invito a Sonia a olerse las manos y le pregunto si le gusta el perfume. Ella sonríe complacida.
Mi sencillo reclamo ético, aunque fuera correcto, no había movido a Sonia ni un centímetro. En cambio, cuando acompañé a Sonia a lavarse y le hice sentir el perfume de las manos limpias, entonces pudo hacer experiencia del bien. Ahora Sonia conoce la diferencia entre el olor bueno y el malo, y puede (y debe) decidir qué desea para ella.
Me parece que éste es el método usado por Jesús con María Magdalena, con Zaqueo y con cada uno de nosotros. Él nos acompaña para que nosotros podamos hacer experiencia del bien.
En la comunidad cristiana, siempre hay personas en las que reconocemos el perfume bueno de una humanidad más verdadera: una forma más verdadera de vivir el estudio, el trabajo, la relación con la polola, las amistades... Ese perfume nos impresiona y permanece grabado en la memoria, tanto que nos sorprendemos teniendo nostalgia de ello. Queremos resentir ese perfume, nos parece imposible vivir permaneciendo lejos de él.
Si alguien no nos recuerda para qué estamos hechos, corremos el riesgo de acostumbrarnos al olor del mal y olvidamos el perfume del bien.