LA VIDA NO ES UN CONCURSO DE TALENTOS

De Antonio Anastasio

En los numerosos diálogos que tengo a diario con jóvenes, a menudo surge la centralidad del problema del trabajo. Entre los chicos que encuentro, además de los estudiantes universitarios, hay muchos recién graduados y jóvenes que recién han comenzado la aventura del trabajo. En la experiencia de casi todos la realidad del trabajo parece chocar con una imagen de la propia realización personal. Algunos dicen que en el trabajo no se aprende nada nuevo, otros que se sienten obligados a hacer cantidad de horas extra que a menudo no se les pagan porque “los colegas lo hacen y, si no me adecúo, seré despedido.
Después hay un número cada vez más grande de personas que viven con incomodidad la relación entre el trabajo y su propio camino de cumplimiento afectivo. Surgen preguntas como ésta: “Si me ofrecen un trabajo en París y mi polola y yo nunca podremos vernos, ¿por qué debería renunciar a mi trabajo? ¿No podría hacerlo ella?” O, como dijo una chica en una reunión: “Mi jefe acababa de nombrarme responsable de un gran sector, sin embargo, lamentablemente, aunque me casé recién, quedé embarazada”.
Durante un encuentro con parejas de jóvenes trabajadores, les recordaba que la vocación en la vida ante todo consiste en el hecho de que Jesús nos eligió: la vocación es la relación con Él. Esta relación impregna toda la realidad, pero se concreta a través de una compañía, un lugar afectivo, signo de su preferencia por nosotros, que el Señor nos dona para que cotidianamente podamos recuperar la conciencia de la relación con Él. Es decir: el trabajo es importante, pero no es capaz de abarcar todo el deseo de realización personal: ciertamente es un elemento importante de dicha realización, pero no el primero. Por el contrario, la sociedad en la que vivimos, enferma de narcisismo e individualismo, empuja a los jóvenes a creer que su propia realización se juegue toda en el trabajo.
Durante una cena, un joven amigo formuló una objeción interesante: “Es cierto que existen riesgos cuando uno se fija sólo en el trabajo. Sin embargo, si Dios me ha dado unos dones naturales, ¿no es para que yo los realice? ¡Finalmente es el significado de la parábola de los talentos!. Sin embargo, los talentos a los que se refiere la parábola no corresponden con lo que a menudo se piensa. La cultura moderna -también debido a la complicidad de una lectura religiosa superficial- ha tomado prestada esta palabra del Evangelio, subrayando su referencia a los “dones naturales”. En realidad, los talentos de los que Jesús habla no representan las capacidades que Dios le ha dado a cada uno, sino las responsabilidades o las tareas que se le confían. De hecho, en la parábola, se dice que el hombre que partía para el viaje dio a uno cinco talentos, a otro dos, a otro uno, según sus capacidades: las habilidades naturales, como vemos, preceden a la distribución de talentos.
Con respecto a esto, Benedicto XVI dijo: «El “talento” era una antigua moneda romana, de gran valor, y precisamente debido a la popularidad de esta parábola se ha convertido en sinónimo de capacidad personal, que cada uno está llamado a hacer fructificar. En realidad, el texto habla de “un hombre que, partiendo para un viaje, llamó a sus sirvientes y les entregó sus bienes”(Mt 25,14). El hombre en la parábola representa a Cristo mismo, los siervos son los discípulos y los talentos son los dones que Jesús les confía. Por lo tanto, estos dones, además de las cualidades naturales, representan las riquezas que el Señor Jesús nos dejó como herencia, para que las hagamos fructificar: su Palabra, depositada en el Santo Evangelio; el bautismo, que nos renueva en el Espíritu Santo; la oración -el “Padre Nuestro”- que elevamos a Dios como hijos unidos en el Hijo; su perdón, que mandó llevar a todos; el sacramento de su Cuerpo inmolado y de su Sangre derramada. En una palabra: el Reino de Dios, que es Él mismo, presente y vivo entre nosotros» (Ángelus, 16 de noviembre de 2008).
La persona, por lo tanto, se cumple a sí misma llevando al mundo el don del conocimiento de Cristo que ha cambiado su vida. Hoy, sin embargo, todo se complica por el individualismo y una cierta cultura que podríamos llamar del “talentismo”, bien representada por numerosos programas de televisión en los que el sujeto debe presentarse ante unos pocos expertos y demostrar que, con mucho ejercicio y estudio, ha desarrollado una cierta capacidad natural y por lo tanto vale algo... o en cambio no, dependiendo de la impresión que provoca en los jueces. El objetivo es escuchar a los expertos decirle: “¡Tú sí que vales!”
¡Qué fácil es para los jóvenes de hoy caer en el engaño provocado por esta mentalidad! ¿Realmente valgo algo sólo porque lo dicen cuatro expertos? ¿Mi valor está en el signo que dejaré en el mundo, con mi particular capacidad? ¿Y cuando sea viejo, o enfermo y ya no podré hacer valer mi capacidad? ¿Qué quedará? Todo esto me obliga a vivir siempre en el nivel más alto de mi expresión: se llama síndrome de rendimiento y es la condición permanente de ansiedad y de la depresión. En definitiva, un gran engaño.
El valor de la persona consiste en haber sido querida por Dios desde siempre. Cada uno de nuestros jóvenes ha sido predilecto a través de esos talentos, esos dones de los que habla Benedicto XVI. Si no estamos orgullosos de ello, es porque pensamos que las capacidades que tenemos nosotros en la cabeza son más decisivas que los dones concretos que el Señor nos ha dado. En realidad, aquellas capacidades nos chantajean, nos gobiernan, si no recordamos que Él ya nos ha amado. Nada nunca podrá quitarnos su amor, ningún rendimiento inadecuado ni tampoco nuestros fracasos en el trabajo.
La realización de sí mismo consiste en la relación radical con Jesús y la vocación se realiza en primer lugar en el lugar afectivo donde renace la memoria de esta preferencia de Cristo, sin la cual no podemos vivir. Este lugar afectivo es la compañía vocacional: la esposa o el esposo en el matrimonio, la casa de los hermanos para nosotros, los sacerdotes de San Carlo o para los consagrados que viven juntos. De lo contrario, como dice Jesús perentoriamente: ¿De qué sirve ganar el mundo entero (tus sueños, tu éxito, tu dinero, la carrera) si después te pierdes a ti mismo?