MI JUVENTUD ES EL TIEMPO DEL TÚ

De Julián Carrón. Publicado el 05-09-2018

Llega un momento en que los papás no bastan, ni siquiera los amigos colman tu deseo de felicidad, tan es grande. Es como si todo aquello que antes nos bastaba, en un momento dado, dejara de bastarnos. ¿Por qué pasa esto? Porque cada uno de nosotros ha evolucionado hacia la juventud. Entonces uno se pregunta: “Pero si todos los factores son como antes, si mi madre y mi padre están, y no han cambiado su actitud hacia mí, ¿por qué ahora me siento confundido, inseguro y descompuesto, y ya nada me va bien?”. Debemos tratar de comprender esta experiencia, porque si no es así empezaremos a enredar, como cuenta Anna: «Últimamente me pasa a menudo que percibo una desproporción con respecto a las cosas que hago. Cada vez que hago algo que me gusta (el voley, cuando me junto con mis amigos, etc.), siento que no me satisface hasta el fondo, no me basta, y me sumerjo en un sinfín de quehaceres, que no hacen sino aumentar este grito [esta falta]. Quería que me ayudaras a mirar esto que me pasa, a afrontarlo». Si no llegamos a comprender lo que ha sucedido en un momento dado de nuestra vida, si no entendemos cómo es que en un cierto momento lo que ha antes nos bastaba -nuestro padre y nuestra madre- ha dejado de hacerlo ¿cómo reaccionamos? Ya que nuestro padre y nuestra madre ahora no nos bastan, los sustituimos por los amigos y luego por el pololo o la polola u otras cosas, pero el esquema no cambia. ¿Por qué no cambia? Porque en el fondo no hemos entendido que esto -los amigos, el pololo...- no nos basta, y que al cambiar a tu madre por otra cosa, se reproduce el mismo problema; y aunque me gusten las cosas, en un momento dado dejan de bastarme, y entonces repetimos con las cosas la misma experiencia que hemos tenido con nuestra madre. ¿Cómo hacemos normalmente para salir de esta situación? Nos zambullimos en un torbellino de quehaceres: “¿Qué debo hacer?”. Empieza la carrera por ver qué hacer. Y como siempre parece poco, entonces hacemos más, hasta llegar al agotamiento. Terminamos picando de flor en flor, cada vez más insatisfechos y desilusionados. Entonces empezamos a darnos cuenta de que, en lugar de continuar en este torbellino, es necesario comprender hasta el fondo lo que nos está pasando, ayudarnos a tomar conciencia verdadera de nosotros mismos. Porque si no comprendemos esto, no lo resolveremos, sino que lo reproduciremos de otros mil modos. Por tanto, se trata de tomar conciencia de uno mismo: es un problema de autoconciencia. Entonces, ¿qué es lo que ha sucedido? Que en un momento dado de nuestra evolución ha salido a la luz la estructura última de nuestro “yo”: en determinado momento se ha vuelto consciente con todo su alcance todo el deseo con el que hemos sido hechos, toda la espera con la que hemos sido creados. Por eso, si uno comprende que nada le basta, entiende porque se ha ensanchado definitivamente la espera del corazón, la capacidad de cumplimiento para el que hemos sido hechos, la grandeza del horizonte y del destino de la vida. Cuando uno comprende esto entonces «es el momento del Otro, otro que sea verdadero, permanente, que nos constituye» (L. Giussani). O caemos en la cuenta de esto, o sustituimos constantemente a los padres por otra presencia, porque no nos damos cuenta de que en ese momento se ha desvelado con claridad quién soy yo, que yo estoy hecho para ese Otro. Si no caemos en la cuenta de esto, no terminamos de salir de la adolescencia, porque nunca damos el paso verdadero hacia el reconocimiento de este Otro. Si no reconocemos a este “Tú” que ha hecho mi vida, no podremos tener ternura por nosotros mismos, y por eso nos embarullamos cada vez más, nos complicamos cada vez más, estamos cada vez más confusos. En cambio, la adolescencia es el momento en que todo tu deseo vibra, porque descubres que tu vida encierra algo misterioso, y que el deseo te lanza más allá. Comprendes que estás hecho para un Destino, te percibes con un dinamismo, con un empuje irreversible hacia un horizonte ilimitado que nunca consigues “aferrar”, porque es un ideal de felicidad, de verdad, de justicia, de belleza, cuyos bordes no se pueden abarcar. Sientes dentro de ti un dinamismo potente que no te deja tregua (por esto tantas veces lo anestesias) y que te empuja hacia un límite desconocido, hacia una orilla que está más allá de todo lo que ves, que está más allá de todo lo que tocas, de todo lo que hagas. Por esto no encuentras satisfacción aunque te metas en un torbellino de quehaceres: porque has crecido, porque tu “yo” es más grande, porque, en un momento dado, al desarrollarse tu biología, tu fisiología, todo tu ser, ha salido a la luz aquello para lo que has sido hecho. Es lo que Jesús resumía en la frase del Evangelio: «Pero ¿qué importa, qué te importa si tienes todo lo que quieres pero te pierdes a ti mismo?» (cf. Mt 16,26). Ésta es la pregunta que todo hombre en cualquier latitud, en cualquier época de la historia tendrá que reconocer en sí mismo, porque es la que mejor describe lo que sentimos vibrar dentro de nosotros. Pero, ¿qué importa si gano todo, si me meto en este torbellino de cosas, si hago de todo, pero nada de esto me satisface y me hace perderme a mí mismo, me hace perder la plenitud para la que he sido hecho? ¡Qué violencia se introduce en la vida contra todo y contra todos si no se entiende esto! Porque entonces me enfado primero con mi madre, luego con los amigos, con la polola, conmigo mismo y me termino enfadando con todo... Estoy resentido con todo. En cambio, la adolescencia se nos da para ser dados a luz de nuevo, a otro nivel, ya no por nuestros papás.