SOMOS TODOS HIJOS. UN OBISPO HABLA A LOS HOMOSEXUALES

Intervención de Massimo Camisasca, obispo de Reggio Emilia, en una vigilia de oración en contra de la homofobia, el 20 de mayo 2018. Publicado el 05-09-2018

Queridos hermanos y hermanas, queridos amigos, muchos se han preguntado por qué un obispo vaya a presidir una vigilia en la parroquia de Regina Pacis. Estoy aquí para continuar un diálogo, un diálogo que en realidad comenzó hace muchos años, con las persona que sentían atracción por otras personas del mismo sexo, venidas a verme como amigo y sacerdote, para ser ayudadas, confortadas y aconsejadas en su camino. Un diálogo que he vivido en estos años con los amigos que participan en los momentos de oración y de compartir de Courage; un diálogo que finalmente he comenzado en esta parroquia en ocasión del encuentro con algunos de ustedes, jóvenes y padres. Esta noche están aquí muchas personas procedentes de muchos lugares, sin embargo en primer lugar yo quiero continuar el diálogo con aquellos que he encontrado aquí: perciban así estas palabras que digo a todos como si se las estuviera dirigiendo principalmente a ustedes. ¿Qué significa dialogar para un obispo? Significa encontrar a las personas para ayudarlas en su camino hacia Cristo. Yo no tengo otros fines, ni otros propósitos, ni otras preocupaciones. No estoy aquí por una sigla, lgbt, que no me pertenece. Tampoco por un adjetivo, gay. Estoy aquí por un sustantivo, persona. Ustedes son personas. El obispo sólo quiere ayudar a las personas, a todas las personas, de cualquier color de piel, de cualquier etnia, de cualquier lengua, de cualquier orientación sexual. Deseo también hablar con aquellos que no creen o no creen más, cuya fe está atormentada por la duda, por la incertidumbre, por el rencor. El obispo tiene que crear puentes, puentes entre el hombre y Dios, entre el hombre y Cristo. Él no es el dueño de Cristo. No puede presentar a un Cristo hecho a su medida. No tiene el poder de reducir la verdad de la vida o de buscar un banal mínimo común denominador que pueda poner a todos de acuerdo. Como ven, queridos amigos, sobre mi vestido negro hay una cruz. Yo soy portador de esta cruz. Ella no es el signo de la muerte, sino de la vida. Es el signo de que Dios se ha hecho hombre por cada hombre, para salvar cada hombre, para levantar a cada hombre de sus límites y de sus culpas, para ayudar y perdonar a quien se acerca a él con confianza y arrepentimiento. La cruz es el camino hacia la resurrección, hacia la vida. Por tanto he venido a anunciarles, una vez más, que el Dios cristiano es el Dios de la vida y no de la muerte, de la alegría y no del miedo. Al mismo tiempo no puedo esconder el hecho de que Jesús ha hablado de sí como la puerta, la puerta estrecha. Como cada uno de nosotros sabe, caminar por los caminos de la vida quiere decir también enfrentar pruebas y sacrificios, que a veces pueden parecer inhumanos e imposibles. Sin embargo, con la ayuda de Dios, estos se vuelven posibles e incluso fascinantes. Es bello amar, aunque esto cueste. Mejor: si se ama, se ama incluso todo lo que cueste, por amor a aquellos que se aman. Es una frase de san Agustín que confío a vuestra reflexión. Los considero como hijos en el sentido más pleno. Puedo incluso decirles: hijos amados y deseados, precisamente porque sé que algunos de ustedes han atravesado, o quizás todavía atraviesan, dificultades de distintos tipos e se sienten objeto de incomprensión o hasta de burla o exclusión. Algunos de ustedes quizás han vivido (digo quizás porque no los conozco personalmente) tiempos difíciles, preguntándose primero: ¿Quién soy yo? ¿Cuál es mi identidad?, preguntándose después: ¿Con quién puedo hablarlo? ¿Quién me puede ayudar? ¿Qué dirán? ¿Qué pensarán? ¿Qué harán? Quizás han escuchado palabras ofensivas y se han preguntado: "¿Y si supieran que también me ofenden a mí?" Entonces he venido aquí para escucharlos. Aunque se me pidió hablar primero que ustedes, no quiero que esto signifique que no estaré a la escucha. Vine para encontrarlos. No sé qué piensan ustedes de la Iglesia. Quizás alguien de ustedes la percibe como una madre, otros como una madrastra, otro piensa que es retrógrada, incapaz de responder a las esperas de los hombres. De todo esto hablaremos, si tendremos ocasiones de volvernos a ver. Yo pienso que la Iglesia es madre y que todos nosotros, bautizados, somos sus hijos. En la Iglesia no existen hijos e hijastros. Todos, en virtud del bautismo, somos miembros del cuerpo de Cristo. Precisamente por esto, todos, del obispo al último de los bautizados, estamos llamados a conocer a aquel que nos ha abierto las puertas de su casa y a responder a su petición: "¡Sígueme!". ¿Qué me pides, Señor? ¿Cuál es mi vocación? ¿Qué pasos quieres que yo cumpla? Queridos amigos, esta noche he venido para decirles con franqueza que no podemos hallar respuesta a estas preguntas en las filosofías del mundo, en las lógicas dominantes de esta tierra. Sólo Jesús sabe lo que hay en nuestro corazón. Sólo él puede ayudarnos a hallar una luz para nuestras esperas. Él conoce nuestras debilidades, nuestras fatigas, pero también nuestros dones, nuestras esperanzas. He venido para decirles: ¡no nos dejemos atrapar por las ideologías del mundo! He aquí entonces, queridos amigos, la segunda razón por la que estoy aquí. Estoy aquí para rezar. Quiero explicarles qué quiere decir para mí vigilia de oración en contra de la homofobia. Quiere decir aprender una vez más de la mirada que Jesús tuvo sobre el hombre y la mujer, y pedir a Dios que esta mirada pueda entrar también en nosotros. En cada hombre y en cada mujer Jesús ha visto la huella del Padre, un hijo de Dios, una criatura. No ha sido cómplice de ningún pecado de los hombres. Sin embargo, nunca ha dejado que la persona fuera definida sino por esto: el ser hijo de Dios. Por lo tanto, si hoy podemos decir: "En tu ser extranjero, en tu tener un color de piel distinto del mío, en tu orientación de vida, no hay nada por lo que pueda excluirte, discriminarte o hasta odiarte -como dice la palabra homofobia-", lo debemos precisamente a él, a Jesús. La suya ha sido una semilla, que no siempre ha sido seguida y acogida ni siquiera por sus seguidores. Hace falta una constante conversión del corazón para que la medida del amor de Jesús entre dentro de nosotros. Por esto participo del sufrimiento de quien se ha sentido golpeado por "discriminación injusta" (Catequismo de la Iglesia Católica 2358). Queridos amigos, en un verdadero diálogo, en un verdadero encuentro, cada uno con delicadeza y paciencia tiene que presentar todo sí mismo. Por eso me sentiría deshonesto si no planteara aquí, para todos nosotros, algunas preguntas. No quiero que me respondan ahora. Al mismo tiempo, se las confío a ustedes, a vuestra reflexión, a la sinceridad de vuestro corazón. Desearía que en el silencio de las voces del mundo, cada uno pudiera reflexionar seriamente y preguntarse a sí mismo cuál es su posición frente a las cosas que les diré. Están aquí por una vigilia de oración, en la casa de Dios: es en este contexto donde mis palabras hallan su colocación correcta. La primera pregunta tiene que ver con las distintas formas del amor. Sin entrar en un análisis detallado, está claro para todos que existen distintas formas de amor. Hay el amor del marido hacia la esposa, de los padres para los hijos, de un amigo hacia un amigo... no todas estas formas tienen el mismo valor y significado para la sociedad y para la Iglesia. La Iglesia, tomando del libro del Génesis y de la predicación de Jesús, siempre ha considerado el matrimonio como una expresión particular del amor, que lo vuelve una célula decisiva de la sociedad. Por matrimonio se entiende el encuentro fecundo entre hombre y mujer. ¿Por qué tenemos que llamar retrógrada o superada esta convicción? ¿Custodiar el bien de la familia, llamar matrimonio sólo la unión entre el hombre y la mujer no es quizás un bien fundamental para todos? Si estamos aquí, ¿no es quizás porque hemos nacido del encuentro entre un hombre y una mujer? Tengo una segunda pregunta, quizás sería mejor decir una segunda reflexión. Toda forma de amor exige una distancia. Con esto quiero hacer referencia a lo que dije en el comienzo: cada forma de amor conlleva una cruz, la necesidad de no hacer del otro un objeto a nuestra disposición. Por esto, en la declaración con que he hecho pública mi participación en esta vigilia, he hablado de castidad. Sé muy bien que ésta ya no está de moda y quizás a la mayoría resulta una palabra incomprensible, que suena a tiempos pasados, quizás también por culpa de nosotros, hombres de Iglesia. En realidad, si lo pensamos, tenemos que agradecer a quien nos ayuda a no mirar el ejercicio de la sexualidad como una camino para apoderarnos del otro. Ésta es la razón por la cual, siendo las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo imposibilitadas a generar una nueva vida, la Iglesia considera desordenadas estas relaciones (CCC 2357). Me doy cuenta de que estoy diciendo una palabra difícil, quizás dura. ¿Sería serio con ustedes si no se la dijera? Les escondería lo que es una profunda convicción mía. Están llamados, si son creyentes, a realizar la voluntad de Dios en vuestra vida, sabiendo que Dios no le pide a nadie cosas imposibles y que él mira en lo profundo de nuestro corazón, valorizando incluso todo pequeño paso hacia él. Queridos hermanos y hermanas, de cualquier manera hayan hecho suyas las palabras con que he logrado hablarles, lo que cuenta es que estamos aquí juntos para rezar. Sean valientes, entonces. No están solos en llevar vuestros pesos. La Iglesia los acoge y los ama. El obispo está aquí con ustedes. Confío mis reflexiones y este llamado mío a vuestra oración y a vuestro corazón. Siempre hallarán en mi a una persona que, si lo querrán, podrá escucharles y, por lo que me será posible, acompañarles. Amen.