Tu sí y tu no no son indiferentes al mundo

Notas sobre el Canto II del Infierno de Dante

Franco Nembrini •  Publicado el 02-12-2013

La grandeza de toda amistad y de todo amor verdadero es esta capacidad de apostar por el otro; el amor se define así, como una capacidad de apostar sobre la libertad del otro, y decirle: «lo puedes hacer». La enfermedad de nuestro siglo, de esta generación, de los jóvenes de hoy, que es fuente también de muchas patologías en sentido estricto, es precisamente esta: comienzan a mirarse siempre diciendo: «no lo puedo hacer». Cierto, parecen arrogantes, matones, violentos, pero precisamente por esta razón, porque reaccionan a una suerte desconfianza en sí mismos; se podría, en cambio, estar con los jóvenes con esta confianza, con esta apuesta.
El segundo canto, desde este punto de vista, es absolutamente fundamental: prosigue el razonamiento del primero, como si Dante quisiera aclarar precisamente hasta el fondo las condiciones por las cuales este viaje es posible, condiciones personales, pero también condiciones, estaría por decir, externas. Necesita, en fin, que algo suceda. Y este canto es la descripción de qué cosa le ocurre al hombre y de qué cosa debe responder el hombre frente a lo que le sucede, para que el viaje de la vida pueda ser emprendido como protagonista, para que la vida puede ser digna de ser vivida.
La vida de los hombres, decían los antiguos, militia est: la vida es una batalla, es una guerra ¿Pero contra quién, contra qué es esta guerra? Una batalla contra sí mismos, contra el propio mal, contra la propia cobardía, contra la propia sumisión, contra la propia miseria. Se requiere coraje para vivir la vida.
Es como si Dante tuviese, improvisamente, la percepción de que aquello que está llamado a vivir fuera verdaderamente una responsabilidad enorme. Y lo dice con aquella extraordinaria terna de términos secos, brevísimos, “y yo tan solo”: tres términos fulminantes, para decir un sentimiento de soledad. Pero no soledad porque estoy solo (está la compañía decisiva de Virgilio, lo hemos visto); soledad en el sentido de que me toca precisamente a mí: ¡debo responder yo, verdaderamente! Debo responder a la llamada de la vida, a la vocación de la vida; porque toda la realidad llama a responder, toda la realidad es como si nos llamase, como si atrajese al hombre a sí y le pidiera tomar una postura. Vocación, es decir, llamar, y responsabilidad, es decir responder: esta es la dinámica con la cual el hombre entra en la realidad, esta es la dinámica con la cual entra en la vida.
Dante se asusta de esto, se asusta de la vida como vocación, se asusta de la vida como responsabilidad. Se asusta porque de una vez siente todo con una decisividad, con la determinación con la cual todos –antes o después, temprano o tarde- hemos sentido, al menos una vez: «depende de mí», con un sentimiento de gravedad, como si por un instante tú tuvieses la impresión de que de tu sí o de tu no o de la decisión que tomarás dependiese el destino del mundo. Como si por un instante fuese claro aquello que decía un volante que vi hace poco tiempo, «las fuerzas que cambian la historia son las mismas que cambian el corazón del hombre»: es como si uno por un instante tuviese la percepción que de su sí o de su no depende la salvación del mundo; y miren que es así.
La única imagen que logro evocar para hacerme entender es la imagen de Jesús: de su sí o de su no dependió el destino del mundo, la posibilidad de que la salvación entrase en el mundo. Pero antes aun, treinta y tres años antes, del sí o del no de una jovencita de quince años frente a una palabra absolutamente misteriosa e incomprensible, de aquel sí, de aquel fiat, comenzó la historia que trajo la salvación al mundo. Piensen en la posibilidad de que la virgen hubiese dicho que no. Una jovencita de quince años portó, con alegría [letizia] y con toda la responsabilidad y la fatiga que esto comportaba, la responsabilidad de la salvación del mundo. Pero es así para todos: hay un momento de la vida en el cual entiendes que debes tomar parte, que debes decidir, debes decidir por la verdad o por la mentira, debes decidir si vivir a altura de tu deseo o volar bajo, dejarte perder, quedarte en el stop que el diablo pone en el atractivo de la vida. Es como si todo por un instante dependiese de ti: hay un momento en la vida en el cual no te puede sustituir nadie, no hay marido o mujer o hijo o amigo o Iglesia o partido que pueda sustituirte en una decisión que es sólo tuya.
En este sentido Dante usa esta extraordinaria fórmula, «y yo tan solo»: es una decisión que puedes tomar sólo tú; de la cual dependerá quizá la historia del mundo, pero ciertamente de la cual depende tu vida. Hay un nivel de la respuesta que debes dar a la realidad, a la vida que te llama, en la cual nada o nadie te puede sustituir. ¿En qué, a qué eres llamado? A una guerra. Lo había ya aprendido, a decir verdad, en el catecismo, cuando me enseñaban que la confirmación nos hace soldados de Cristo: a mí aquella idea de que en la vida eres soldado me gustó siempre, porque es viril. Bien, la idea que Dante tiene de la vida es absolutamente viril: la vida es una batalla; pero no una batalla de cadenas y fuego, es una «guerra,/ ya del camino y ya de la compasión». La vida como un sí o un no, como una batalla, pero hecha de estas dos cosas: del camino y de la piedad.   
Primero el camino, es decir, la decisión de un camino que tomar: ser partícipes de alguna cosa, tomar parte por alguna cosa, no quedarse sentados. No es verdad que todo es igual: la libertad se mueve decidiendo un camino, decidiendo pertenecer a alguien o a alguna cosa (veremos con los perezosos cómo es destructivo de la vida no decidir de qué parte estar, de quién ser, a quién pertenecer).
Segundo, la vida como guerra armada de la piedad: una piedad profunda por sí mismos y por los propios hermanos, por los hombres. Una gran piedad y por lo tanto una gran responsabilidad, sentir como algo propio el destino del mundo, sentir que el bien que haces contribuye a salvar el mundo entero, sentir que el mal que haces contribuye a empeorar el mundo entero, sentir que tu sí y tu no no son indiferentes al destino del mundo.