Una peregrinación inesperada

De Marion Palacios • Publicado el 02-12-2013

Participé de la peregrinación de los Andes después de dos años, en los cuales no asistí por capricho y porque simplemente no quería cansarme y caminar y  más encima pagar por ello. Sin embargo, esta vez fui porque debía agradecer a Dios todas las cosas que han ocurrido en mi vida este último año. Deseaba seguir fiel al gesto de la petición y de la oración. 
Al empezar la caminata, ya toda la magia del regreso a este evento comenzaba a desaparecer: los jóvenes que tenía a cargo, llegando a Chacabuco -lugar donde comienza el recorrido- habían desaparecido. Sentía una rabia demasiado grande. Era un dolor grande, que más encima comprendía. Yo al igual que ellos me perdía y me escabullía entre los demás a realizar mis planes y proyectos. Pero ahora cuando yo lo experimentaba -y sé que ese no es el camino más libre para uno-  me invadía una gran pena porque no sabía cómo uno decide vivir así a veces. Solos, "libres" y sin amigos.
Sin embargo, veía a mis amigos expectantes a caminar y que sí deseaban vivir esta caminata juntos. Al mirar el rostro de muchos que hace bastante tiempo ya no veía, comenzaba a sonreír, y nuevamente recordaba que daba gracias por esta compañía tan grande que me había alcanzado y convertido. 
Cuando recién habíamos comenzado a caminar, se nos preguntó cuál era la postura con la cual íbamos: ¿peregrinos, vagabundos, turistas? No sabía qué responder. Me sentía atada, no sentía ninguna correspondencia con lo que decían, seguí caminando mecánicamente. De golpe una chica de nuestra parroquia se descompensó a mis pies y no supe qué hacer. Luego de un momento de torpeza la sujeté y la acompañé durante la caminata -el grupo de la parroquia ya había avanzado bastante- sin embargo la situación de la chica iba de mal en peor y tuvimos que esperar en una estación de servicio de salud.
La atendieron y seguimos caminando junto a ella, y nuevamente se descompensó. Por un momento sólo pensaba en que se tenía que recuperar para poderme unir al grupo de la parroquia. Sin embargo, mientras yo anhelaba que todo pasara rápido, ella cada vez más estaba débil y sentí que mis planes no se cumplirían. A medida en que pasaba el tiempo, me sentía más impotente de no poder ayudarla, la asistencia era demasiado precaria y para mi ya la caminata comenzaba a hacerse cada vez más inútil y sin sentido.
Pasaron 40 minutos y un caballero junto con su camioneta desplazó a la chica hasta el centro asistencial que se encontraba en la cumbre donde estaba la cruz. Junto con las otras chicas que me acompañaban caminamos hasta el lugar. Cuando llegamos a la cima, la chica estaba peor y nuevamente yo iba a tener que dejar el grupo de la parroquia y, junto a su hermana, quedarme con ella. Pero surgía en mi una responsabilidad muy grande, una correspondencia por acompañarlas y no dejarlas solas. Cuando por tercera vez llegamos a estos pequeños centros de asistencia médica, estaba allí -junto a muchos estudiantes de enfermería y de medicina- una amiga mía, María José. Ella nos atendió y acudieron de inmediato a la chica. Yo estaba desesperada, me sentía al igual que mi mamá cuando me llevaba al médico y no sabía que ocurría conmigo. Tenía una preocupación cada vez mayor, pero cuando miré los ojos de la María José sentí una gran tranquilidad. Mientras ingresaban a la chica y le comenzaron a pasar medicamentos a través de intravenosa, tuve que esperar afuera. Así me quedé 1 hrs y 30 minutos más o menos, esperando a que se recuperara. Sin embargo, no desaparecía en mi el hecho de que "me había perdido la caminata". Para mi hasta ese entonces todo lo que había acontecido había sido una molestia. En ese momento comencé a fijarme en como Maria José miraba a cada uno de los pacientes. Los atendía con un amor tan grande y una gratitud que yo no me lo podía explicar. Ella tenía a muchas personas y los miraba así, yo tenía sólo a una y me costaba mucho amar su humanidad frágil, me costaba mucho abrazar esta circunstancia. Me sorprendió tanto aquella imagen que no salía de mi cabeza. Comencé a mirarla sin parar, fui capaz de grabar cada movimiento y cada gesto que tenía con cada uno.
Si no me hubiese encontrado con esos ojos en la caminata, no habría  comprendido que todo tiene un gran sentido. Nadie puede amar tanto algo de una manera tan verdadera si no es por la gracia de otro. Hasta ese momento todo había sido para mí un esfuerzo de mis capacidades, que por cierto ya se estaban agotando. Creo sinceramente que si no hubiese visto esos ojos tan sencillos y ciertos de María José todo hubiese seguido igual: un simple deber de cumplir y ayudar. Pero después de haberlos visto, era imposible no empaparse y retomar la mirada. Cristo me rescató de una manera muy concreta a través de María José. Él nos ayuda a mirar todo de una forma diferente en las miserias que uno vive, nos rescata de una forma tan inesperada, la creatividad de Dios es muy grande!
Hoy pienso mucho en la caminata y como sigue mi vida hasta hoy, y lo único que puedo testimoniar es que yo ya no camino como antes, porqué después de esa mirada privilegiada que he visto, yo ya no soy la misma.