Aniversarios: Albert Camus (1)/ «Lo que me interesa es ser hombre»

De Fabrizio Sinisi • Fuente Huellas n.10, Noviembre 2013 • Publicado el 02-12-2013

Ser humano no es una condición inevitable, significa interrogarse. Así lo grita su personaje, Calígula: «Nada, en este mundo ni en el otro, que esté a mi altura. Sin embargo sé que bastaría que lo imposible fuera». Cuando se cumplen los cien años de su nacimiento, un joven dramaturgo nos introduce en el corazón de su obra.



Existe un hilo, sutil pero tenaz, que une dos afirmaciones de los dos maîtres à penser más importantes de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Jean-Paul Sartre y Albert Camus: el primero, en su manifiesto de 1943, El existencialismo es un humanismo, escribió: «lo que no es posible para el hombre es no elegir»; el segundo pondrá en los labios de Rieux, uno de los protagonistas de La Peste (1947), estas palabras: «Lo que me interesa es ser hombre».
Al cumplirse el centenario del nacimiento de Camus, la posibilidad de separarlo del conjunto del existencialismo francés (junto al que siempre se le cita demasiado apresuradamente), estriba precisamente en su concepción eminentemente dramática de la noción de humanidad. Para Camus, ser humano no es una condición inevitable, significa interrogarse.

Todo o nada. Es costumbre común ligar el nombre de Camus, periodista, escritor, autor de teatro y mucho más, a sus tomas de postura políticas: desde la militancia en el diario Combat a la dimisión de la UNESCO con motivo de la entrada de la España franquista en Naciones Unidas; de las críticas a los Soviet a sus insistentes posicionamientos en contra de la pena de muerte. Pero en el origen de su compromiso se escucha la voz de un bajo obstinado y continuo, del que sus obras son un testimonio persistente: la pregunta acerca del ser del hombre y de los fundamentos de su estar en el mundo, cuestiones que le apremian antes y más que cualquier legitimidad sociopolítica. Una pregunta que el hombre tiene el deber, en primer lugar ante sí mismo, de plantearse, como escribirá en 1947 en El mito de Sísifo: «No hay más que un problema filosófico realmente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía».
Es la racionalidad misma que pide, más aún, que exige, esta superación de sí misma, que implora un más allá que la historia tal y como es parece negar: «Quiero que se me explique todo o nada. Y la razón es impotente cuando oye este grito del corazón. (…) El hombre se halla ante lo irracional. Siente en sí mismo su deseo de dicha y de razón. Lo absurdo nace de esta confrontación entre el llamamiento humano y el silencio irrazonable del mundo», para después añadir significativamente, como ateo convencido, a quien adulándolo le etiquetaba como un teórico del absurdo: «Lo absurdo es el pecado sin Dios».
Por ello, a la luz de estos cien años (nació el 7 de noviembre, en Argelia) que finalmente nos permiten leer a Camus con la distancia que merece, éste se nos presenta como el receptor de una pregunta sobre el hombre que no deja escapatoria. Si, como escribe en sus Carnets, «la cultura es el grito de los hombres ante su destino», es precisamente en la cultura donde habrá que verificar la insuficiencia de un neopositivismo del que Camus sufrió, a la vez, la catástrofe y la tentación: «Necesito sentir mi ser en la medida en que éste expresa el sentimiento de lo que se me escapa. Necesito escribir cosas que en parte se me escapan, pero que representan de hecho una prueba de lo que en mí es más fuerte que yo». «Llamo imbécil», dice, «a aquel que teme la alegría»: una alegría para la que el hombre está hecho, por la que merece la pena luchar. Por otra parte, el hacer arte es, de por sí, el estigma de esta lucha: «Una literatura desesperada», escribe en Verano, «es contradictoria en sí misma».
Hay una obra sobre la que Camus volvió más de una vez, llegando a escribir tres versiones distintas de la misma: es el drama Calígula. El personaje del emperador loco se convirtió para él en la verificación de una intuición fundamental: que la desesperación pueda tornarse una posibilidad de conocimiento que el estar satisfecho, en cambio, no consiente. Calígula está antes de cualquier interpretación vitalista o heroica de su comportamiento. Es un serio, pertinaz y podríamos decir “leal” desesperado: tras la muerte de su amada Drusila, su actitud y su gestión del poder parecen orientarse al único fin de horadar los muros de una libertad tan ilimitada como insignificante; una libertad tan virtual que asume los rasgos de los barrotes de una prisión: «Este mundo tal como es resulta insoportable. (…) Los hombres mueren y no son felices». ¿Cómo salir de esta trampa? ¿Establecer un contrato con la propia soledad? No. Ponerse de acuerdo con la vida. Darse unas razones, optar por una existencia tranquila, consolarse. Pero la consolación no puede sofocar un deseo que parece superar las formas mismas de todo lo conocido: «Conozco demasiado la fuerza de mi pasión por la vida; no le bastará la naturaleza».


El asesino. Calígula se concibe a sí mismo a partir de la quemazón de un deseo insaciable, de un vacío que, casi a su pesar, le da consistencia. En este punto, a partir de esta constatación, se produce la escisión entre el Calígula emperador y el Calígula hombre: el emperador se disuelve y aflora todo el prepotente avance de un yo que es carencia, vorágine de nostalgia: «No, nada de ternura. (…) ¿Pero dónde apagar esta sed? ¿Qué corazón, qué dios tendría para mí la profundidad de un lago? Nada, en este mundo ni en el otro, que esté a mi altura. Sin embargo sé, y tú también lo sabes, que bastaría que lo imposible fuera. ¡Lo imposible! Lo busqué en los límites del mundo, en los confines de mí mismo. Tendí mis manos, tiendo mis manos y te encuentro, siempre frente a mí, y por ti estoy lleno de odio».
Lo mismo sucede con otro gran personaje-mito de Camus, el manso asesino Mearsault, protagonista de El Extranjero: el hombre ajeno a su deseo resulta ajeno a sí mismo, su yo le resulta lejano, tanto en cuanto la realidad misma se vuelve distante e inalcanzable. Sin poner sus raíces en el clamor de nuestra carencia, el hombre se convierte como Mearsault en un puro relleno de espacio, en una subjetividad neutra por la cual lo mismo da darse un baño en el mar o cometer un homicidio.
Pues bien, para Camus la desesperación adquiere los rasgos de la alternativa entre Calígula y Mearsault: la alternativa entre un sufrimiento extremo y la ceguera del embotamiento.


El hombre no es una idea. En su extraordinaria novela de 1947, La peste, Camus cuenta la llegada de la peste a la ciudad argelina de Orán. Aislada del exterior para impedir la difusión de la enfermedad, la ciudad queda prisionera de su mal. La peste, paradójicamente, se convierte en un excepcional y dramático observatorio en el que interrogar a la naturaleza del hombre, poniéndola en una condición de emergencia permanente: ¿cómo se reacciona a la peste? ¿Qué es el hombre y cómo se comporta cuando se enfrenta a una catástrofe, viéndose cara a cara con la muerte?
En un panorama donde «la peste había suprimido los juicios de valor», enseguida se pone de manifiesto la insuficiencia de una actitud puramente voluntarista: «Estoy harto de la gente que muere por una idea. Yo no creo en el heroísmo, sé que eso es fácil, y he llegado a convencerme de que en el fondo es criminal. Lo que me interesa es que uno viva y muera por lo que ama. (…) El hombre no es una idea, Rambert».
Rambert, un periodista que recala casualmente en Orán y se ve obligado por la epidemia a permanecer en la ciudad, es el personaje que revela cómo un mal puede sacar a la luz lo que hay en un hombre de más fuerte y personal: cuando Rambert decide quedarse en la ciudad apestada, Rieux le pregunta por la mujer que dejó en Francia. «Rambert dijo que había reflexionado y seguía creyendo lo que siempre había creído, pero que sabía que si se iba tendría vergüenza. Esto le molestaría para gozar del amor de su mujer». O como el culto jesuita padre Paneloux, que en un primer momento acusa a sus conciudadanos de haber merecido el castigo divino, y sólo después de haber presenciado la terrible muerte de un niño mirará la peste con ojos nuevos, sin ceder un ápice: pasando significativamente del «vosotros» al «nosotros», afirma la radicalidad que la fe exige en un momento tan tajante y dramático: «Hermanos míos, ha llegado el momento en que es preciso creerlo todo o negarlo todo».
La peste acabará. Pero el doctor Rieux comprende bien que el nudo no se ha desatado. Hay algo que resiste, algo crucial que precisamente la peste ha sabido sacar a la luz: el motivo por el que vale la pena vivir, un motivo válido para no morir, el objeto de cualquier humana esperanza para quedarse en este mundo: «Sí, descansaría allá. ¿Por qué no? Ese sería un buen pretexto para la memoria. Pero si en eso consistía ganar la partida, qué duro debía ser vivir sólo con lo que se sabe o con lo que uno recuerda y privado de lo que se espera. (…) No hay paz sin esperanza».



BIOGRAFÍA
1913 Albert Camus nace el 7 de noviembre en una familia de colonos franceses o piedsnoir de Mondovi (hoy Dréan, Argelia) que cultivaban el anacardo.
1914 Su padre muere en la batalla del Marne, en la Primera Guerra Mundial, y la familia se muda a casa de la abuela materna en Argel. 
1918 En la escuela primaria recibe clases de Louis Germain, quien actuaría como un padre para él y al que citaría al aceptar el Nobel de Literatura. 
1924 Cursa Filosofía en la Universidad de Argel pero abandona al enfermar de tuberculosis. 
1930 Retoma sus estudios y se licencia en Letras con especialidad en Filosofía. 
1932 Publica sus primeros trabajos periodísticos en Sud. 
1934 Se casa con Simone Hie. Este año se afilia también al Partido Comunista Francés. 
1937 El matrimonio se rompe a causa de la adicción a las drogas de Simone. Es expulsado del PC por su oposición al pacto germano-soviético y su apoyo a la autonomía de los comunistas argelinos. Publica El revés y el derecho. 
1938 Entra a trabajar en el recién fundado diario Alger-Republicain, que dirige Pascal Pia. Allí publicará su investigación La miseria de la Kabylia que tendrá un gran impacto. 
1939 Bodas. Recopilación de artículos inspirados en lecturas y viajes recientes por Europa.
1940 El Gobierno prohíbe Alger-Republicain y Camus encuentra un puesto de profesor en Orán. Se casa en segundas nupcias con Francine Fauré. En marzo se le aconseja dejar Argelia por ser una «amenaza a la seguridad nacional». Se instala en París y encuentra trabajo en Paris Soir. 
1943 Publica la novela El extranjero y el ensayo El mito de Sísifo, dos de sus obras más conocidas. La invasión alemana del norte de África aísla a su mujer en Argelia y los separa hasta el final de la contienda en 1945. 
1943 En París se une a la Resistencia y dirige el diario Combat. 
1944 Liberado París, conoce a Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Arthur Koestler y María Casares. Publica dos piezas teatrales: El malentendido y Calígula.
1946 Publica una polémica serie de artículos en prensa contra el expansionismo soviético. 
1947 Aparece la novela La peste, premio de la Crítica al año siguiente. 
1948 Publica Estado de sitio. Teatro. 
1949 Sale Los justos. Teatro 
1951 Publica El hombre rebelde. Ensayo. 
1952 Tiene lugar su famoso enfrentamiento con Jean Paul Sartre a propósito de la publicación en Les Temps Moderns de un artículo que reprocha a Camus que su rebeldía era «deliberadamente estética». 
1954 Sale El verano. Ensayos. 
1956 Publica la novela La caída.
1957 La Academia Sueca le concede el premio Nobel de Literatura. Aparece Reflexiones sobre la guillotina. Ensayo. 
1960 El 4 de octubre muere en un accidente de tráfico cerca de la localidad de Le Petit-Villeblevin. Su manuscrito inconcluso, El primer hombre, se publicaría póstumamente al igual que sus Carnets (1962) y su extensísima correspondencia en ocho tomos (1971-2003).