Visita a un hogar de abuelos / Si olvidas el futuro pierdes el presente

De "La elegancia del erizo"  • Publicado el 05-02-2014

Hoy hemos ido a Chatou a ver a la abuelita Josse, la madre de papá, que lleva dos semanas en una residencia de ancianos. Papá la acompañó cuando se instaló allí, y esta vez hemos ido todos juntos a verla. La abuelita ya no puede vivir sola en su caserón de Chatou: está casi ciega, tiene artrosis, ya casi no puede andar ni sostener nada en las manos y se asusta en cuanto se queda sola. Sus hijos (papá, mi tío François y mi tía Laure) intentaron solucionar el asunto con una enfermera privada, pero no podía quedarse con ella las veinticuatro horas del día; además, las amigas de la abuelita ya estaban ellas también en una residencia de ancianos, así que parecía una buena solución. La residencia de ancianos de la abuelita no es cualquier cosa. Me pregunto cuánto costará al mes un moridero de lujo como éste. La habitación de la abuelita es grande y luminosa, con muebles bonitos, cortinas muy cucas, un saloncito contiguo y un cuarto de baño con una bañera de mármol. Mamá y Colombe se han extasiado al ver la bañera de mármol, como si para la abuelita tuviera el más mínimo interés que la bañera fuera de mármol cuando ella tiene los dedos de hormigón... Además, el mármol es feo. En cuanto a papá, no ha dicho gran cosa. Sé que se siente culpable de que su madre esté en una residencia de ancianos. «¿No pretenderás que se venga a vivir con nosotros?», dijo mamá cuando ambos creían que yo no los oía (pero yo lo oigo todo, sobre todo lo que se supone que no debo oír). «No, Solange, claro que no...», respondió papá con un tono que quería dar a entender: «Hago como si pensara lo contrario a la vez que digo "no, no" con aire cansado y resignado, en plan marido bueno que acepta lo que dice su mujer, para que quede patente que el bueno de la película soy yo.» Conozco muy bien ese típico tono de papá. Significa: «sé que soy un cobarde, pero que nadie se atreva a echármelo en cara». Por supuesto, ocurrió lo que tenía que ocurrir: «Mira que eres cobarde», dijo mamá, tirando con rabia un trapo en el fregadero. Es curioso, no falla, cuando está enfadada siempre tiene que tirar algo. Una vez tiró incluso a Constitución. «Te apetece tan poco como a mí», añadió, cogiendo el trapo y agitándolo ante las narices de papá. «De todas maneras, ya está hecho», concluyó papá, lo cual es una frase de cobarde elevada a la máxima potencia.
Yo sí que me alegro de que la abuelita no venga a vivir con nosotros. Aunque, en cuatrocientos metros cuadrados, no sería verdaderamente un problema. Y bueno, pienso que los viejos tienen derecho a un poco de respeto, al fin y al cabo. Y estar en una residencia de ancianos desde luego no es tenerles respeto. Cuando uno va a una residencia, quiere decir: «Estoy acabado/a, ya no soy nada, todo el mundo, yo incluido/a, no espera más que una cosa: la muerte, este triste final del tedio.» No, la razón por la que no quiero que la abuelita venga a vivir con nosotros es que no me cae bien. Es una vieja asquerosa, después de haber sido una joven malvada. Esto también me parece una profunda injusticia: pensad por ejemplo en un simpático técnico de calderas, que ya se ha hecho muy viejo, pero que en su vida no ha hecho más que el bien a cuantos lo rodeaban, ha sabido crear amor, darlo, recibirlo y tejer lazos humanos y sensibles. Su mujer ha muerto, a sus hijos no les sobra el dinero y tienen a su vez un montón de hijos a los que alimentar y criar. Además, viven en la otra punta de Francia. Lo mandan pues a una residencia cerca del pueblucho donde nació, donde sólo pueden ir a visitarlo dos veces al año —una residencia de ancianos para pobres, donde tiene que compartir habitación, donde la comida es un asco y los empleados combaten su certeza de compartir algún día su misma suerte maltratando a los ancianos a su cargo. Considerad ahora a mi abuela, que en su vida sólo se ha dedicado a una larga serie de recepciones mundanas, muecas, intrigas y gastos fútiles e hipócritas, y considerad el hecho de que se puede permitir una coqueta habitacioncita, un salón privado y vieiras para almorzar. ¿Es éste acaso el precio que hay que pagar por el amor, un final de vida sin esperanza en una sórdida promiscuidad? ¿Es ésta acaso la recompensa de la anorexia afectiva, una bañera de mármol en una bombonera ruinosa?
Así pues, no me cae bien la abuelita y yo tampoco le caigo muy bien a ella. Por el contrario, adora a Colombe que la adora a su vez, es decir, lo que hace es esperar la herencia con esa naturalidad tan auténtica de quien no espera ninguna herencia. Pensaba pues que este día en Chatou iba a ser un horror a tope y, ¡bingo!, acerté: Colombe y mamá extasiadas ante la bañera, papá tan rígido como si se hubiera tragado un palo, unos viejos postrados y resecos a los que se saca a pasear por los pasillos con todos sus goteros puestos, una loca («Alzheimer», ha dicho Colombe con aire docto; ¿no me digas, en serio?) que me llama «Clara bonita» y chilla dos segundos después que quiere su perro inmediatamente y por poco me saca un ojo con su sortijón de diamantes, ¡e incluso un intento de fuga! Los residentes que aún pueden valerse por sí solos llevan una pulsera electrónica en la muñeca: cuando tratan de salir del perímetro de la residencia, se oye un pitido en la recepción, y el personal se precipita fuera para perseguir al huido, al que, por supuesto, alcanzan tras un trabajoso sprint de cien metros, y que protesta con vehemencia que no están en un gulag, exige hablar con el director y hace unos extraños aspavientos hasta que lo sientan a la fuerza en una silla de ruedas. El huido, en este caso la señora del sprint trabajoso, se había cambiado después de la comida: se había puesto su atuendo de fuga, un vestido de lunares lleno de volantes, muy práctico para trepar vallas. Resumiendo, que a las dos de la tarde, después de la bañera, las vieiras y la fuga espectacular de Edmond Dantés, tenía el terreno abonado para la desesperación.
Pero de repente he recordado mi decisión de construir en lugar de derruir. He mirado a mi alrededor buscando algo positivo y tratando de no poner los ojos en Colombe. No he encontrado nada. Toda esa gente esperando la muerte sin saber qué hacer hasta que llegue... Y de repente, ¡milagro!, la solución me la ha dado Colombe, sí, Colombe. Al irnos, después de darle un beso a la abuelita y de prometerle que volveríamos pronto, mi hermana ha dicho: «Bueno, la abuelita parece bien instalada. Y lo demás... vamos a darnos prisa en olvidarlo muy deprisa.» No me detendré sobre esto de «darnos prisa en olvidarlo muy deprisa», sería mezquino por mi parte, y me concentraré en la idea: olvidarlo muy deprisa. Al contrario, sobre todo no hay que olvidarlo. No hay que olvidar a los viejos de cuerpo podrido, los viejos a dos pasos de una muerte en la que los jóvenes no quieren pensar (confían a la residencia de ancianos la tarea de llevar a sus padres a la muerte sin alboroto ni preocupaciones), la inexistente alegría de esas últimas horas que tendrían que disfrutar a fondo pero las pasan en el tedio y la amargura, rumiando los mismos recuerdos una y otra vez. No hay que olvidar que el cuerpo se degrada, que los amigos se mueren, que todos te olvidan, que el final es soledad. No hay que olvidar tampoco que esos viejos fueron jóvenes, que el tiempo de una vida es irrisorio, que un día tienes veinte años, y al siguiente ya son ochenta. Colombe cree que uno «puede darse prisa en olvidar» porque para ella la perspectiva de la vejez está aún tan lejos que es como si nunca fuera a ocurrirle. Yo en cambio hace tiempo que aprendí que la vida se pasa volando, mirando a los adultos a mi alrededor, tan apresurados siempre, tan agobiados porque se les va a cumplir el plazo, tan ávidos del ahora para no pensar en el mañana... Pero si se teme el mañana es porque no se sabe construir el presente, y cuando no se sabe construir el presente, uno se dice a sí mismo que podrá hacerlo mañana y entonces ya está perdido porque el mañana siempre termina por convertirse en hoy, ¿lo entendéis?
De modo que sobre todo no hay que olvidarlo. Hay que vivir con la certeza de que envejeceremos y que no será algo bonito, ni bueno, ni alegre. Y decirse que lo que importa es el ahora: construir, ahora, algo, a toda costa, con todas nuestras fuerzas. Tener siempre en mente la residencia de ancianos para superarse cada día, para hacer que cada día sea imperecedero. Escalar paso a paso cada uno su propio Everest y hacerlo de manera que cada paso sea una pizca de eternidad.
Para eso sirve el futuro: para construir el presente con verdaderos proyectos de seres vivos.