La vida como vocación

De Massimo Camisasca  • Publicado el 05-02-2014

1.La vocación: una serie infinita de hechos
Necesitamos redescubrir la vida como un llamado constante, como vocación. Somos elegidos: es necesario tomar conciencia constantemente de quiénes somos y de este hecho que nos ha sucedido. La vocación, la elección, antes que ser un sentimiento mío o un pensamiento es un hecho acontecido. Pensamientos o sentimientos pueden ser áridos o fuertes, pero lo que no oscila es el hecho de que Dios nos ha amado primero (1Jn 4,19). Esto conlleva una gran sanidad hasta psicológica. Un equilibrio. En el origen de mi vida está el hecho de que Dios me ha querido, me quiere, y me espera. No es posible vivir razonablemente un día sin recordarse de esto. “Dios me ha llamado de la nada”, escribe el padre Giussani [se cita un texto de 1959, La vida como vocación, publicado en Llevar la esperanza. Todas las citas de Giussani están sacadas de este texto]. Es como un pozo sin fondo: podía no existir y existo. No hay nada más radical: existo. Nada más conmovedor, más alimentador. Habrán muchas otras experiencias que aclaran ésta, que la profundizan, pero ante todo está la evidencia de que yo existo. Sería interesante recorrer con la memoria todos aquellos momentos puntuales que no he creado yo, aquellos momentos donde y cuando Dios me ha llamado. Desde el instante del nacimiento, desde el instante de la concepción. La vocación está hecha de una serie infinita de hechos, que sólo Dios conoce: es infinita la serie de hechos creados por él. Pienso por ejemplo en mis padres. Se trata de acoger la carne como gracia de Dios, reconocer en la carne de la historia personal el camino a través del cual Dios habla y actúa. La carne es el lugar en que se arraiga nuestra salvación. Cuán importantes son los lugares del nacimiento para el constituirse de nuestra vocación! “Lugares del nacimiento” incluye la geografía y la historia de nuestra existencia.
Cada uno de nosotros podría contar hechos aparentemente casuales, que han marcado su vida. Hubiera podido vivir en otra ciudad, en otro barrio... y así cada uno puede recordar la gratuidad de ciertos hechos que han marcado la propia vida. Si estoy aquí es porque han habido estos hechos, que habrían podido no haber. Estos hechos no los inventé yo. No inventé yo aquel encuentro, aquella humanidad distinta que me sorprendió... No hablo de algo automático. Está claro que habría podido ir al colegio Berchet, encontrar al padre Giussani y decir: “no me interesa”. No se trata de un mecanismo imparable que acontece independientemente de mi, pero seguramente antes de mí. Antes de mi “sí” hay un hecho. Mi “sí” reconoce esto como un evento interesante y decisivo para mí.
Si pienso en mi historia... muchos hechos puntuales que sin embargo ahora, mirados juntos, revelan un designio. Un designio en el cual se entrelazan la objetividad de la obra de Dios con la modalidad con la cual me había tejido. No somos una pizarra blanca frente a lo que Dios hace. No somos una grabadora. Recibimos lo que Dios obra con el tejido de la naturaleza y de la gracia con el cual él nos ha constituido y nos constituye. Es un entrelazamiento. Por ejemplo, la manera en la cual durante años me he nutrido de la persona y de la enseñanza del padre Giussani y se lo trasmito a ustedes, es inseparable de mi sensibilidad, de las capacidades que Dios me ha dado, de la historia que me ha hecho recorrer. Y todo esto es gracia.
Las cosas no se imponen de golpe. Dios actúa lentamente y también a través de caminos zigzagueantes y aparentemente contradictorios. Así es posible que aquello que hoy parece derrota, mañana pueda desvelarse como una victoria.

2.Dios me ha llamado de la nada
Escribe el padre Giussani: “Entre los miles de millones de seres posibles, Él me me ha elegido y me ha llamado a mí. Mi vida está constituida por esta llamada. Mi vida continúa porque Él continúa llamándome, impidiendo que vuelva a caer en el silencio de la nada del que fui sacado”.
Mirar a mi vida a través de la perspectiva del llamado de Dios, mirar a mi vida como vocación, es el gran antídoto al nihilismo que respiramos todos los días, el veneno que contamina el aire que tendría que alimentarnos. Frente a este veneno del nihilismo que todos los días nos dice que venimos de la nada y vamos hacia la nada, que todo es igual, que no hay nada que permanece, nuestra ingenuidad y nuestro pecado es reaccionar con la tragedia de la autoafirmación. Sin embargo, no se sale del nihilismo de esta manera, sino reconociendo cuál es el sentido del mundo y de mi persona en el mundo, reconociendo mi dependencia, el designio que está hecho de luces y sombras. En efecto, frente a todas las preguntas que surgen de los terremotos, de los tsunami, de las tragedias mundiales, pero sobre todo de las tragedias personales, de los niños que mueren, de los hijos que se van, de los maridos que huyen, sólo hay dos alternativas: o la vida es guiada por el azar, por la nada -como decía Pascoli en el verso más dramático y terrible que escribió, en la poesía “Los dos huérfanos”: “Y estamos solos en la noche oscura”-  o hay un designio, una voluntad personal que nos quiere y nos acompaña y lo guía todo. Una voluntad que me ha llamado de la nada porque me ama y por lo tanto quiere que estemos frente a Él como personas libres y amantes. Por lo tanto nos corrige y nos reclama. Nos hace pasar también a través de la oscuridad para devolvernos a la luz.
A esta conciencia no se llega sino por una gracia particular o a través de una pureza de corazón frente a los hechos de la vida, como Israel que al final de su recorrido, volviendo a pensar en los caminos que Dios le había hecho recorrer, tuvo que reconocer que en el origen de todo hay un Dios creador, un Dios personal, amante y libre, que nos quiere libres y amantes como él.
No nos liberamos fácilmente del antropomorfismo, de la tentación de sentir a Dios como la prolongación de nosotros mismos, de la dificultad de la adoración, del reconocimiento de que aquel que nos ama y nos ha querido no es como nosotros, se ha hecho como nosotros, pero no es como nosotros.
Los Salmos de Israel documentan la constante lucha frente a la alteridad de Dios. A la vez, en los Salmos hallamos también la respuesta de Dios: “Tu crees que yo soy como tu? ¿crees que yo necesite de tus sacrificios? ¿crees que yo quiera comer las cosas que tu me preparas?”. La composición entre la libertad de Dios y la libertad del hombre es una cosa difícil. Entonces tenemos que obedecer a los hechos, en lugar de alejarnos con pensamientos. Y los hechos son esta libertad [de Dios] que me ha querido.
Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él; el ser humano, para darle poder? Sin embargo, lo hiciste poco inferior de los ángeles. El autor del salmo no tiene el coraje para decirlo, pero quería decir: lo hiciste poco inferior de Tí. En efecto de gloria y dignidad lo coronaste, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies (Salmo 8).
Tú, Señor formaste mis entrañas, me tejiste en el vientre de mi madre. Te doy gracias por tantas maravillas que tú has hecho: prodigio soy, prodigios tus obras. Mis huesos no escapaban de tu vista cuando yo era formado en el secreto, o cuando era bordeado en las profundidades de la tierra. Todavía informe, me veían tus ojos (Sal 139)
Fuiste tú quien me sacó del vientre, a salvo me tuviste en los pechos de mi madre, tu me recogiste al salir del seno, desde el vientre materno tu eres mí Dios (Sal 22)
Oh Dios, me has instruido desde joven, y he anunciado hasta hoy tus maravillas. Ahora, viejo y con canas, no me abandones, Dios mío! (Sal 71)

3.La voz de Dios
Quisiera ahora entrar en una nueva cuestión: ¿Por qué Dios me ha querido y me acompaña?
Antes de formarte yo en el vientre, te conocía, le dice Dios a Jeremías. Antes de que fueras dado a luz, te tenía consagrado (Jr 1, 5).
Por eso entonces me ha querido: para consagrarme, para una tarea en el mundo, para revelarlo. Él me ha elegido para consagrarme y en esta palabra, consagración, que es verdadera para cada hombre, sobre todo en el bautismo, se encuentra todo el doble movimiento de la vocación.
En primer lugar la vocación consiste en ser suyos. Él te rapta, como dice san Pablo: yo, el prisionero de Cristo (Ef 3, 1).
En segundo lugar esta consagración es expresión de Su deseo de que yo sea signo. Dios establece un diálogo conmigo, me da un nombre, y este nombre es una tarea que no se borrará nunca, a pesar de mis errores y de mis infidelidades. Entonces tenemos que estar atentos, tenemos que escuchar qué nos dice Dios, qué cosa nos revela Dios en el nombre que nos ha dado, a qué nos ha llamado.
Cierto día, estaba Elí acostado en su habitación (1 Sam 3, 2ss). Elí es el sacerdote de Jahvé. 
Habían unos templos: lo de Eli era uno, y él era el sacerdote que custodiaba la alianza, un hombre que Dios había llamado aunque, lamentablemente, Dios se arrepentirá de haberlo hecho. Y aquí hay que hacer una grande e importante consideración: tenemos que pedir a Dios la gracia de decir sí hasta el último día. Nuestra libertad es una cosa seria, ya sea como adhesión a Dios, ya sea como posibilidad de retroceder. Dios nos llama, tenemos que estar atentos a lo que nos dice.
Cierto día, estaba Elí acostado en su habitación. Sus ojos iban debilitándose y ya no podía ver.
Estaba en la sacristía, al lado del lugar sagrado donde se encontraba el arca de la alianza.
No estaba aún apagada la lámpara de Dios.
Había un niño cuyos padres habían consagrado y llevado al templo, Samuel, aquel que constituirá la raíz de la realeza de Israel. La realeza en el mundo, la verdadera realeza en el mundo es reconocida por los hombres que Dios envía.
Samuel estaba acostado en el santuario de Yahvé, donde se encontraba el arca de Dios.
Estaba allí, precisamente bajo el arca, en un lugar sagrado. Un niño acurrucado. No sabía quién era Dios. Sabía que sus padres lo habían consagrado a aquel Dios, y estaba allí.
Entonces el Señor llamó “Samuel”. Él respondió: “Aquí estoy!”.
Dios llama. Y tenía la voz de Elí, aunque Elí durmiera.
Y Samuel corrió donde Elí diciendo: “Aquí estoy, porque me has llamado”. Pero Elí respondió: “Yo no te ehe llamado. Vuelve a acostarte”. Él se fue y se acostó. Volvió el Señor a llamar: “Samuel!”. Se levantó Samuel y se fue donde Elí diciendo: “Aquí estoy, porque me has llamado”. Elí le respondió: “Yo no te he llamado, hijo mío, vuelve a acostarte”.
En realidad, anota el libro de la Biblia, Samuel hasta entonces todavía no había conocido al Señor, todavía no le había sido revelado la palabra del Señor.
El Señor volvió a llamar: “Samuel!”, por tercera vez, como hará Jesús con Padro. Samuel se levantó y se fue donde Elí diciendo: “Aquí estoy, porque me has llamado”. Entonces Elí comprendió que el Señor llamaba al joven. Elí dijo a Samuel: “Vete y acuéstate, y si vuelve a llamarte dirás: Habla, Señor, porque tu siervo te escucha”.
Es Dios quien llama, pero nosotros escuchamos la voz de un hombre. Escuchamos la voz de un hermano, o de un amigo, o de un maestro. Sin embargo, aquella es la voz de Dios.
Vino el Señor, se paró y llamó como las veces anteriores: “Samuel, Samuel!”. Samuel respondió inmediatamente: “Habla, porque tu siervo te escucha”. Entonces el Señor dijo a Samuel: Voy a ejecutar una cosa tal en Israel, que a todo el que oiga le zumbarán los oídos” (1 Sam 2, 12-14).
La voz de Dios habla a través de personas, cosas, circunstancias. Escribe el padre Giussani: “La voz de Dios que llama se encarna y se traduce en el dinamismo mismo de las cosas”.
Quisiera mencionar brevemente tres caracteristicas de esta voz de Dios:

a) Misteriosa
La voz de Dios es misteriosa: debe ser infinitamente escuchada. Nosotros pensamos que ya la hemos escuchado, y la “archivamos”. La voz de Dios es siempre nueva, revela siempre nuevos matices, nuevos significados de lo que has vivido y vives y que antes no habías entendido.
Como dice san Agustín: Si comprehendis non est Deus. Dios es Aquel que nos llama a abrirnos a algo nuevo que todavía no hemos visto. Y no está dicho que sea lo que nos esperábamos, aquel que inmediatamente nos hace contentos.
Está claro que en la adhesión a Dios se realiza la alegría del hombre, sin embargo esta adhesión -por nuestra materialidad- puede conllevar mucho tiempo. Y el choque que conlleva el llamado de Dios, no está dicho que sea acogido de inmediato e inmediatamente digerido con facilidad.
Pedro nos conforta en todo esto.
Por esto existe la adoración -no sólo la eucarística- como posición frente a la vida y al misterio contenido en ella.

b) Positiva
En su última película, The tree of life, Malick, el director, quiso poner al comienzo esta frase del libro de Job: ¿Dónde estabas tú, cuando cimenté la tierra? (Jb 38, 4).
Al mismo tiempo, como la otra cara, necesaria, de esta afirmación de Dios, está la positividad. Si tu lo sigues, Él te lleva dentro el bien. Dios llama prometiendo el bien.
Dios nos llama al diálogo con Él: “La vida -escribe el padre Giussani- es un diálogo que se desarrolla en cada instante; es atención a la mirada de Uno, a la aprobación de Uno, al servicio de la gloria de Uno; la vida es amor que responde al Amor que nos llama dándonos la vida misma”.
Sólo en la adoración se encuentra la alegría para el hombre.
Ninguna figura -obviamente después de la de Cristo- ha sintetizado en su vicisitud personal estas dos connotaciones como lo ha hecho Abraham que, por fe, siguiendo el llamado de Dios, obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia (Hb 11, 8).

c)Adherir a su voluntad
Toda la vida se desarrolla entre estos dos polos: el señorío de Dios y su voluntad de bien. Por eso la sabiduría de la vida -lo digo ahora de manera sintética- consiste en conocer y adherir a su voluntad.
El tercer capítulo del libro del Éxodo, junto al de la vocación de Samuel, constituye el texto decisivo para entrar dentro del misterio de la vocación.
Se trata del episodio de la zarza ardiente: Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián [Moisés había huido porque los egipcios los buscaban]. Trashumando con el rebajo por el desierto, llegó hasta el monte Horeb, la montaña de Dios. Allí se le apareció el ángel del Señor en llamas de fuego, en medio de una zarza.
Moisés se encuentra en el desierto, donde las zarzas forman parte de una vegetación que necesita de poquísima agua. La zarza es la única vida que hay en el desierto, y es una vida llena de espinas.
Moisés vio que la zarza ardía, pero no se consumía. En esta imagen está la síntesis de todo lo que quise decirles: la realeza de Dios y su voluntad de bien, la sacralidad de Dios y la pequeñez del hombre.
El Señor lo llamó de en medio de la zarza: “Moisés, Moisés!”. Él respondió: “Heme aquí” [como Samuel]. Le dijo: “No te acerques aquí. Quitas las sandalias de tus pies, porque el lugar que pisas es suelo sagrado”.
No puedo disponer de la sacralidad de Dios como quiero. No puedo decir yo a Dios lo que tiene que hacer, cuál es el bien de mi vida. Lo decide Dios. Al mismo tiempo, Él es fuego que quema, fascinación que atrae con su luz y su calor.
Yo soy el Dios de tu padre Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, es decir el Dios que actúa. El Dios que obra, el Dios que elige y actúa a través de los hombres.
Moisés entonces se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios (Ex 3, 1-6).

4.Educarnos y educar a la vocación: comunicar viviendo
El descubrimiento de la vocación no se transmite a los demás como un discurso o como una reflexión. Se trata de invitar a participar de algo que está aconteciendo en mí. En la medida en que vivo la vida con aquella intensidad y verdad que nos han indicado los Salmos y los Evangelios, llamaré a los otros a tomar conciencia de aquello que en ellos ha acontecido.
Se trata de comunicar viviendo: en esto se encuentra toda la inteligencia -inteligencia de la fe- por la cual de a poco la persona descubre los signos de las huellas de Dios en su vida y en la de los demás.
Por eso es precisamente en lo que decimos y hacemos que se comunica el atractivo de lo que ha acontecido. Si nuestra palabra brota de este descubrimiento constante, comunicaremos la conciencia de la vida como vocación casi sin darnos cuenta de hacerlo.
Quisiera ver en detalle algunos aspectos de lo dicho.

a)Descubrir la positividad de la vida
El primero y fundamental aspecto es ayudarnos a reconocer el hecho de que en el origen de la vida hay una experiencia buena y positiva.   
Esto marca un cambio radical: ayudarnos a descubrir las huellas de esta positividad en nuestra existencia, aunque fuera atormentada y difícil.
Se trata de acompañarnos en los distintos ámbitos de nuestra vida reconociendo que la hipótesis de Dios, la hipótesis de que Dios me ha querido y me ama, es la más razonable y la más fecunda para leer todas las situaciones de la existencia: la relación con tu padre y con tu madre, con quien te ha obstaculizado, con quien te ha herido, con el estudio y el trabajo.
Hay un designio, un Tu que me llama, una obra a la cual estás llamado, una utilidad a la cual sólo tu puedes dar una respuesta. No eres un granito de arena dispersado en el océano del universo. Eres un ladrillo para la construcción de la casa que es el mundo.

b)Aprender a escuchar y a ver
Tenemos que ayudarnos a percibir las sugerencias de Dios. Las sugerencias de Dios se nos dan a través de los hechos de la vida, porque Dios normalmente habla a través de ellos. Tenemos que acompañarnos dentro de los eventos de la vida cotidiana.
Esto significa también ayudarnos a escuchar. Es difícil escuchar a otro, salir de sí para escuchar a otro; a menudo uno se limita a escucharse a sí mismo o la prolongación de sí mismo, que son las tecnologías. Hace falta ayudarnos a ver, ver las cosas y escuchar las voces. Es la primera cosa que Dios ha hecho, tomando por mano a Abraham y llevándolo a ver las cosas.
Todo esto significa la importancia de una educación a la oración, para escuchar y ver, porque de otra manera la oración es un rito yoga.
La pedagogía del padre Giussani, que nos llevaba a la playa o a la montaña, que nos introducía en la música o en la literatura, fundamentalmente es ésta: educación a ver y escuchar, aprender a encontrar lo que es otro que yo.
Éste es un pasaje fundamental, de otra manera “vida como vocación” se vuelve un eslogan.

c)Abrirse a los otros
Dios no habla sólo a través de la música, la literatura, la poesía, la naturaleza... sino sobre todo a través de los hombres.
Aprender a abrirse a los demás es algo tan primordial como difícil. Que un marido “encuentre” a su esposa, que una esposa entienda qué significa encontrar a su marido... enseñarle a un hijo a encontrar a sus amigos, a sus hermanos, y más adelante a sus padres... Todo eso es fundamental porque, como hemos visto en el episodio de Eli y Samuel, Dios habla con la voz de los hombres. Dios necesita a los hombres y a través de su voz nos hace entender qué nos quiere decir.
Es lo que dice también san Juan: si no amas a los hermanos, ¿cómo puedes amar a Dios? (cf. 1Jn 4,20). Parece ser verdadero lo contrario, y en un cierto sentido es así, y sin embargo también esta expresión es verdadera. Si pienso que puedo llegar a Dios saltándome a los hermanos, llego sólo a la copia de mi mismo.
Abrirse a los hermanos significa en primer lugar abrirse a las personas que Dios ha elegido ponerme al lado, como camino hacia Él. Una compañía vocacional, un marido para la mujer, una mujer para un marido.
No se puede pensar encontrar la felicidad en el futuro, borrando el presente o el pasado.
Junto a los hermanos, hace falta abrirse a otra presencia ejemplar de Dios: la autoridad. ¿quién es la autoridad en nuestra vida? La autoridad es el punto ineludible de nuestro camino hacia Dios.

6.La certeza de la fidelidad de Dios
Siendo Dios más grande de nuestro corazón, seguirle conlleva un sacrificio, una gimnasia siempre nueva para poder entrar en algo siempre nuevo, así que algunas veces podemos sentirnos desquiciados, mareados.
Permanecen las tentaciones y los pecados, pero lo que cuenta es que todas las fibras de nuestro ser adquieren una nueva dirección, se ponen al servicio del reino de Dios.
No tenemos que tener miedo al sacrificio, porque conlleva un enorme fruto de alegría.
Hace falta entrar en la verdadera perspectiva sobre la existencia, que es la esperanza. La esperanza no es una ilusión, no es la tentativa de olvidar lo que no está bien, tampoco es una ideología sobre el futuro. La esperanza es la certeza de la fidelidad de Dios. Dios es fiel, por esto les ha llamado, dice san Pablo (1 Cor 1, 9).
La fidelidad de Dios es la experiencia característica del cristiano, el valor profundo de la vocación. El amor es más grande, la vida es más grande que la muerte, el amor es más grande que la fatiga y el dolor, aunque el amor está entretejido de dolor y aunque la vida esté entretejida de la muerte. El amor y la alegría son el hilo de oro que anima y que ya entreteje nuestro presente.

Apuntes no revisados por el autor